Pasó un instinto, una luz, el milagro que logra que dos personas se enamoren. Pasaron ilusiones hermosas y realidades complicadas. E ilusiones complicadas y realidades hermosas. Días de magia artesanal, de lágrimas prepotentes; arrebatos sentimentales, dientes al sol. Pasaron los mejores regalos y las peores ausencias. Compartir tardes hasta compartir vidas. Pasó aquella declaración, ese logro, alguna asimetría. Y mucho de lo que pasó se quedó para siempre.
Alguna vez un niño me enseñó que no se llora cuando el presente lo impone, ni cuando la situación lo exige: se llora cuando se siente la necesidad. Lógica o no; entendible o no. Lo mismo me animo a aplicarlo sobre la felicidad. Ningún premio o logro, ninguna disposición rutinaria tiene la capacidad de reemplazar a la más incontenible voluntad de sonreír -con o sin motivo explícito-. Esa sensación es la que contengo dentro mío ahora. Por un número, un símbolo, una fecha, sí. Pero especialmente por lo que pasó: un instinto, una luz, ese milagro que logra que dos personas se enamoren. Porque pasaron cinco años. Y estoy feliz.
Alguna vez un niño me enseñó que no se llora cuando el presente lo impone, ni cuando la situación lo exige: se llora cuando se siente la necesidad. Lógica o no; entendible o no. Lo mismo me animo a aplicarlo sobre la felicidad. Ningún premio o logro, ninguna disposición rutinaria tiene la capacidad de reemplazar a la más incontenible voluntad de sonreír -con o sin motivo explícito-. Esa sensación es la que contengo dentro mío ahora. Por un número, un símbolo, una fecha, sí. Pero especialmente por lo que pasó: un instinto, una luz, ese milagro que logra que dos personas se enamoren. Porque pasaron cinco años. Y estoy feliz.
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