viernes, 11 de mayo de 2018

Yo fui impotente

Por Martín Estévez

Escuché a muchas personas decir inmensas barbaridades, pero nunca a un hombre o a una mujer contar que no puede tener relaciones sexuales. Pronunciar “soy impotente” o “soy frígida” (o decir lo mismo evitando esas palabras de mierda) es muy difícil, es el infierno mismo en esta sociedad infernal. Casi todos preferimos contar que fuimos corruptos, que le pegamos a una vieja o que nos importan un carajo los demás antes que confesar que no se nos para el pene o no se nos lubrica la vagina.

Lo perverso no es que dos de cada tres personas tengan problemas sexuales, sino que el 80% de los casos de disfunción sexual (o, mal dicho, impotencia y frigidez) es estrictamente psicológico: cuerpos que funcionan bien a los que los nervios, la ansiedad, las malas experiencias, la presión los atan, los limitan, los censuran. Y aunque la solución más sencilla y directa es contar ese problema (como contamos que nos duele la cabeza o que nos salió un zarpullido en el pie), estamos obligados a callar, a guardarlo, a aumentar el sufrimiento embotellándolo dentro nuestro. 

Tengo mis teorías sobre por qué el placer sexual está mal visto, pero no quiero aburrirlos, sino hacer lo que suelo hacer en este blog: empezar a destrabar las puertas del infierno. Ser el primero en decir “soy impotente”.

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Mi pene siempre fue uno de mis grandes enemigos. Desde que tuve uso de razón hasta los 15 años, sufrí muchísimo por una extraña deformidad que tenía. Cuando lo solucioné viví sólo unos meses de calma, ya que a los 17 descubrí que era eyaculador precoz. Y cuando empecé a trabajar sobre eso, llegó el cachetazo final: la impotencia.

En el año 2005 tenía 21 años, y cuando mis únicos amigos (Pablo y Julia) me preguntaban por mi novia, respondía “de mi vida privada no hablo” y me hacía el superado. En realidad, de lo que no quería (no podía) hablar era de que llevábamos cuatro años en pareja y no disfrutábamos del sexo. Decenas, tal vez centenas de veces lo intentamos, siempre en el mismo lugar, siempre a la misma hora, siempre de la misma forma. Y aunque algunas veces terminábamos con menos angustia que otra, siempre, pero siempre estaba ahí la sombra negra de saber que no estábamos conformes, contentos, extasiados. Siempre cargamos una enorme frustración en la piel.

El doctor Juan Pablo Aguirre, que me soportaba desde hacía años, ya no sabía qué decirme.

–Es una cuestión de tranquilidad, de que se relajen –me explicaba–. Físicamente no tenés problemas. Si alguna vez tenés una erección, significa que siempre podés tenerla. Decime, ¿vos lo hablás con tu novia?


Y sí, doctor, lo hablábamos un montón, pero tal vez el problema no era cuánto hablarlo, sino cómo hablarlo. ¿Cómo hablar de algo que no sabíamos, que no entendíamos? ¿De cosas que no conversamos nunca con nuestras familias, en nuestra escuela ni con nuestros amigos? ¿Cómo aprender algo que nadie te enseña?

–Aunque no la necesites, tomate un cuarto de esta pastilla –me decía el bueno de Aguirre, y me daba 12,5 gramos de sildenafil, droga más conocida como Viagra–. Por ahí te sirve para empezar más tranquilo. 

Pero no: mi cerebro ya tenía demasiados años de frustración encima y no me permitía nada. Ni relajarme para que fluyera sangre del cerebro hacia abajo, ni pensar que el sexo no tenía que estar únicamente ligado a la genitalidad, a un pene entrando en una vagina. Yo no entendía que eso no era el principio del camino: era apenas un posible final. 

Cuanto más tiempo pasaba, más crecía el fantasma y más lejana parecía la solución. Por ese motivo, seguramente, en aquellos años era tan meloso, obsesivo, romántico: le escribía tantas poesías a mi novia, festejábamos tantos aniversarios ridículos, le tenía tantísima paciencia probablemente porque tenía culpa, una culpa abrumadora por lo que me pasaba. Tenía miedo de que un día se cansara de tanta frustración y se fuera por ahí, a buscarse a alguien que sí supiera, que sí pudiera. 

Un hombre que no juega al fútbol, no maneja un auto, no hace asado y no tiene relaciones sexuales, ¿cómo puede ser feliz en un mundo machista?

¡Cómo me cuesta pensar en esos días sin mezclarlos con aquella angustia! ¡Cuánto más hermosos serían los recuerdos sin esas madrugadas infinitas, sin esas despedidas agridulces! Hubiera cambiado todos los festejos exagerados, esas pavadas como “1500 días de noviazgo”, por una noche en la que nuestros cuerpos se entendieran tanto como nuestras manos. Pero no pasó. No hubo final feliz. 

Poco a poco hasta dejamos de intentarlo y, cuando nos separamos, sentí que mis traumas sexuales me perseguirían para siempre. Que tendría que seguir ocultando la frustración y el miedo en mi cerebro. Lo que no sabía en aquel momento era que justamente ese silencio, ese secreto putrefacto, era lo que me estaba cagando la vida.

Por eso, cada vez que me junto a charlar con alguien le cuento, antes que nada, esta historia. Le digo, con la voz firme y sin titubear, que fui impotente. Y si estamos en confianza soy capaz de usar palabras más groseras o graciosas, según para quién. “¿Sabés lo que es pasar cinco años sin que la chota te funcione?”, termino diciendo, y sonrío. 

No lo hago para que ustedes piensen que soy un maleducado de mierda, sino para lograr que, si a esa persona le pasa algo parecido, pueda contarlo. No ando gritando mi impotencia porque me parezca gracioso, sino porque alguien tiene que empezar, de una reputísima vez, a destrabar las puertas del infierno de la sexualidad.

3 comentarios:

Fer dijo...

Todo lo que callamos duele, lastima, hace daño...qué bueno que sí hayas podido, que sí hayas sabido vos también.Abrazo Martín!

Cel dijo...

Sos groso.. ayer me pasaron tu blog y es adictivo.. decime por favor que ahora te va algo mejor en tu vida!!
No lo leí íntegro pero de a poco y en dosis selectas va.. seguí escribiendo porfa.. saludos!

Luttevie dijo...

Quitar el tabú que oprime los cuerpos y solidifica las barreras de la represión. No hay acción más liberadora que la expresión, corre velos tanto al que lo hace como al que es testigo... y más si es relatado con semejante elocuencia que llega directamente al Otro que lee. Gracias por compartir tu testimonio. Abrazo!