
Mi abuelo no se murió de golpe: se muere cada día. Empezó a morir en mis brazos una tarde de enero sin que yo llegara a sospechar que tanto, o que tan poco, faltaba para el final. Mi abuelo se parece tanto a mi abuelo que siento miedo de pensarlo siempre así: tan frágil, tan temeroso, tan amigo.
Mi abuelo es carpintero y albañil, y un poco jardinero, y un poco jardín. Mi abuelo construyó mi casa con sus manos, con ésas que hoy tiemblan y duelen y sienten insoportable el peso de una cuchara. Mi abuelo antes podía comerse al mundo y hoy ya no puede masticar.
Mi abuelo me enseñó a atornillar y a pintar y a cantar canciones del pasado. Él no es una persona especial ni mágica: la cercanía de la muerte no tergiversa la realidad. Ni este nudo, ni esta enredadera en el cuello, ni ésas lágrimas atragantadas a la medianoche en un hospital. Es que cuando el milagro es la muerte, dejamos de creer.
Mi abuelo es un cuerpo que se extingue y un hilo de voz filoso que se clava en todo aquello que no queremos ver. Mi abuelo es el temor a no vivir con descaro, a no arriesgar el pecho por aquello que en verdad soñamos, por aquello que en verdad amamos. Mi abuelo me mira y en sus ojos asustados también me veo yo.
Los ojos de Víctor tienen 84 años y me van despidiendo de a poco. Cada vez que lo beso, lo acaricio, le sonrío, le digo este chau triste, desesperanzado. Víctor sigue machucando sus fuerzas, sigue caminando bajo la nieve, sigue viajando en barcos y barcos y barcos en busca de un futuro mejor que ya no va a llegar. Sólo que cada vez que me mira puede ser la última vez.