Los ojos de Víctor tienen 84 años y me van despidiendo de a poco. Cada vez que lo veo, lo escucho, lo toco, le digo un chau silencioso, ahogado. Víctor sigue sin leer en voz baja, sigue haciendo bromas elegantes, sigue escuchando los partidos de Los Andes en su radio a pilas. Sólo que cada vez que me mira puede ser la última vez.
Mi abuelo no se murió de golpe: se muere cada día. Empezó a morir en mis brazos una tarde de enero sin que yo llegara a sospechar que tanto, o que tan poco, faltaba para el final. Mi abuelo se parece tanto a mi abuelo que siento miedo de pensarlo siempre así: tan frágil, tan temeroso, tan amigo.
Mi abuelo es carpintero y albañil, y un poco jardinero, y un poco jardín. Mi abuelo construyó mi casa con sus manos, con ésas que hoy tiemblan y duelen y sienten insoportable el peso de una cuchara. Mi abuelo antes podía comerse al mundo y hoy ya no puede masticar.
Mi abuelo me enseñó a atornillar y a pintar y a cantar canciones del pasado. Él no es una persona especial ni mágica: la cercanía de la muerte no tergiversa la realidad. Ni este nudo, ni esta enredadera en el cuello, ni ésas lágrimas atragantadas a la medianoche en un hospital. Es que cuando el milagro es la muerte, dejamos de creer.
Mi abuelo es un cuerpo que se extingue y un hilo de voz filoso que se clava en todo aquello que no queremos ver. Mi abuelo es el temor a no vivir con descaro, a no arriesgar el pecho por aquello que en verdad soñamos, por aquello que en verdad amamos. Mi abuelo me mira y en sus ojos asustados también me veo yo.
Los ojos de Víctor tienen 84 años y me van despidiendo de a poco. Cada vez que lo beso, lo acaricio, le sonrío, le digo este chau triste, desesperanzado. Víctor sigue machucando sus fuerzas, sigue caminando bajo la nieve, sigue viajando en barcos y barcos y barcos en busca de un futuro mejor que ya no va a llegar. Sólo que cada vez que me mira puede ser la última vez.
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