Una de las emociones más grandes de mi vida fue haber jugado un campeonato mundial. Y, además, haberlo compartido con mi primo Matías. Fue a principios del ’93 y yo fui arquero de 64 equipos. Peor la tuvo Mati, que cumplió el papel de 640 futbolistas de campo, e incluso de algunos suplentes. Pero, para llegar a aquel torneo, tuvimos que atravesar situaciones difíciles.
Si digo que viví la mitad de mi infancia con Mati y la otra mitad solo, sería una exageración no tan exagerada. Al principio, nos conformábamos con ir al patio y jugar un rato a la pelota. Teníamos un arco bastante bien delimitado y los roles eran claros: él pateaba, yo atajaba. Pero no nos quedamos con eso.
Pronto empezamos a armar pequeños torneos entre equipos de todo el mundo. Inventábamos los nombres de los jugadores del Steaua Bucarest de Rumania, imaginábamos que el Jazz de Finlandia no le ganaba a nadie y festejábamos como propios los triunfos del Werder Bremen alemán. Esos torneos tenían un punto en común: el campeón siempre era Racing.
El día que la Academia le dio vuelta un 0-3 al Barcelona en la final y ganó con cuatro goles de un rústico lateral llamado Cosme Zaccanti nos dimos cuenta de que nuestros torneos invitaban a la sospecha.
–Por ahí –me dijo Mati con culpa– podríamos... No sé... Si Racing pierde, igual va a seguir siendo el mejor. No cambia nada si pierde, ¿no?
–Está bien –entendí enseguida–. Pero si pierde, queda todo acá. No se lo contamos a nadie.
–Dale –dijo más tranquilo–. En el próximo torneo, si pierde, no pasa nada.
El acuerdo, realizado con códigos casi mafiosos, era claro: al siguiente torneo, Racing no tenía que ganar. Sin embargo, superó las primeras rondas, como para que la derrota fuera más digna. Cuando llegó la final contra el Milan de Italia, nos miramos serios. Si atacaba Racing, lo sabíamos, Mati tenía que patear muy al medio o muy desviado. Y en los ataques del Milan, yo no debía oponer demasiada resistencia.
Empezó el partido con Milan ganando 1-0, pero en un ataque de Racing se me escapó la pelota y todo quedó 1-1. El final del partido fue dramático. Los delanteros de Racing se perdían goles que en otro torneo jamás hubieran fallado. Y, en el último minuto, Van Basten quedó mano a mano conmigo y metió el 2-1 para el Milan. El objetivo se cumplió y Racing no fue campeón, pero no estábamos felices.
–¿Cómo te vas a errar esos goles, boludo? –le grité yo, que jamás puteaba–. ¡Sos Racing, no te podés errar esos goles!
–¿Y vos? ¿Tenés un problema en las manos o solamente sos estúpido? ¡El último tiro lo atajaba hasta Vanesa! –me respondió.
Estuvimos dos días sin hablarnos, hasta que subí (Mati vivía en la planta alta) para que me ayudaran con una tarea de Sociales. Diego, el mayor de los primos, nos vio preocupados y preguntó qué pasaba.
–Si jugamos y Racing gana, es aburrido –le explicó Mati–. Pero no queremos que pierda.
–¡Hagan torneos en los que no juegue Racing! –dijo Diego.
La idea era tan lógica, estaba tan en nuestras narices, que no la vimos. Estaba decidido: a partir de ese momento, Racing se retiraba de nuestros campeonatos.
Empezamos entusiasmados porque los resultados eran inciertos, pero poco a poco nos fuimos sintiendo vacíos. Después de una final que River perdió humillantemente contra el Cosmos de Estados Unidos, los dos dijimos solamente una frase, y era idéntica: “Este torneo, Racing lo ganaba de taquito”.
A principios del ’93 supimos que nuestras vidas iban a cambiar para siempre. En marzo, después de las vacaciones, Mati empezaba el secundario. Él tendría ocupadas las mañanas; y yo, que recién pasaba a cuarto grado, seguiría yendo a la tarde. Era una verdad terrible: se acababan los torneos, nunca más decenas de partidos con definiciones interminables.
Mati, que ya tenía alma de diseñador, armó con telgopor la copa más hermosa que vi en mi vida. Tenía la forma perfecta, el tamaño perfecto y estaba cubierta de papel metalizado. Brillaba más que la Champions League. Acordamos que organizaríamos un torneo más, un Mundial que definiría todo. El ganador se quedaba con la copa y ya nunca más habría campeonatos.
Elegimos a los más importantes y armamos un cuadro de 64 equipos. Teníamos un serio problema: no sabíamos qué hacer con Racing. Si lo incluíamos, sería un campeón obvio. Y tampoco queríamos que no ganara y pelearnos de nuevo.
Tuvimos una larga reunión, interrumpida una vez para comer y otra para tirarles bombuchas a Chuna y Gaby, y tomamos una decisión: el resultado de los partidos se definiría por sorteo. Para evitar que nuestros deseos interfirieran con la limpieza del torneo, metíamos posibles resultados en una bolsa y sacábamos un papelito para cada partido.
Eso posibilitaba la inclusión de Racing en el Mundial, aunque sabíamos que el método generaba inconvenientes. Para empezar, uno de los dos tenía que saber el resultado del partido antes de jugarlo: Mati, que era el que pateaba. Entonces, cuando se realizaba el sorteo, él evitaba cualquier gesto cuando veía qué papelito había salido para que yo no supiera el resultado.
La primera fase, de 32 partidos, generó dos situaciones dignas de mención. La primera fue el debut de Racing. ¡Dios, cómo queríamos que se quedara con la copa! En el sorteo le había tocado jugar contra otro equipo de Argentina, Ferro, y Mati no había hecho la más mínima mueca cuando salió el resultado, así que yo no sabía qué esperar.
Recuerdo que Ferro se venía como una tromba. Yo jugué uno de los mejores partidos de mi vida; parecía el verdadero Lechuga Roa. Racing tuvo algunos ataques tibios que me generaron ilusión, pero Ferro tenía la pelota, tocaba y tocaba, llegaba por todos lados. Incluso le tapé un zurdazo tremendo a Pobersnik volando con la mano cambiada.
–Brillaaaaaante, Roaaa, la saca al córner –relató Matías. En ese momento supe cómo se sintió Maradona en México '86.
Parecía que terminaba 0-0, y tenía lógica: Mati no había hecho ningún gesto porque había salido un empate, y habría que hacer otro sorteo para definir el ganador. Mientras pensaba en eso, un delantero de Ferro me cabeceó de pique al suelo y metió el 1-0.
Parecía que terminaba 0-0, y tenía lógica: Mati no había hecho ningún gesto porque había salido un empate, y habría que hacer otro sorteo para definir el ganador. Mientras pensaba en eso, un delantero de Ferro me cabeceó de pique al suelo y metió el 1-0.
Mati no lo gritó. Yo no lo podía creer y reclamé offside, pero nadie me escuchó. Fue la última pelota del partido. Por culpa del estúpido sorteo, Racing quedó eliminado en primera ronda. Mati vino a consolarme y subimos la escalera abrazados y llenos de tristeza. Sabíamos que la culpa no era nuestra, sino del destino.
El otro aprendizaje que dejó la primera ronda fue que algunos resultados eran previsibles. Cuando yo veía que el Nantes de Francia atacaba y atacaba, y que los delanteros del Flamengo ni figuraban, me daba cuenta de que los franceses iban a ganar. Era obvio.
Mati, que ya era un genio, modificó la estrategia para la segunda ronda, en la que se jugaron 16 partidos. ¿Cómo? Fácil. Ponele que jugaban Celtic de Escocia y Peñarol de Uruguay. Los escoceses se venían como locos, atacaban incluso estando 1-0 arriba. Yo ya imaginaba la goleada, pero en los últimos cinco minutos Peñarol metía dos goles y el partido terminaba 2-1.
Eso requería de mucho esfuerzo de Mati, que tenía que meter algunos goles en pocas llegadas, y calcular que yo atajara unos cuantos tiros. Pero, claro, a veces fallaba. Si el Toluca tenía que perder 1 a 0, Mati disimulaba y le inventaba ataques, pateando tiros más o menos fáciles. Cuando a mí se me escapaba alguna, aparecía el grito salvador: “¡Posición adelantada, posición adelantada, el gol no vale!”, decía el relato.
Yo, que no era tonto (al menos para esas cosas), me daba cuenta de que, cuando un gol se anulaba, era porque ese equipo no tenía que hacer ninguno más. Entonces, toda la emoción se iba al diablo.
Para los octavos de final, Mati redobló la apuesta. Escuchen con atención, así entienden porque lo admiraba tanto. Arrancaba un partido entre, por ejemplo, Colo Colo e Independiente. Empezaban 1 a 1 y después los chilenos no paraban de atacar. Yo intentaba descifrar el resultado mientras el partido transcurría. De pronto, Colo Colo metía un gol y Mati gritaba: “¡Posición adelantada!”.
–Listo –pensaba yo–. Eso significa que Colo Colo no va a hacer más goles.
Todo parecía confirmarse cuando Independiente metía el 2-1. Minga: sobre el final, los chilenos hacían dos goles y terminaban ganando 3-2.
–Pero... ¿por qué antes anulaste el gol si Colo Colo todavía tenía que hacer dos más? –pregunté.
Mati me respondió con una sonrisa triunfante: una vez más, había logrado que el resultado fuera incierto.
Los últimos partidos eran casi psicodélicos. Mati generaba situaciones rarísimas para que yo no adivinara los resultados y los dos terminábamos mareados por tantos goles anulados, incluso en partidos que salían 0 a 0.
Aquel Mundial del ’93, nuestro Mundial, duró más de dos meses. Los últimos partidos se estiraban desde la mañana hasta la tarde, incluso inventábamos las formaciones y actuábamos las charlas con los técnicos en el entretiempo. Pero ya era el primer fin de semana de marzo y el lunes empezaban las clases: el torneo tenía que terminar.
No sé si Mati me creerá, pero me acuerdo de que a la final llegaron Atlético Madrid y el Ajax de Holanda. Ese domingo, los dos estábamos melancólicos; así se debe sentir un futbolista cuando se retira. Pero el nuestro era un retiro apresurado: Mati tenía 13 años; yo, apenas 8.
Casi no habíamos dormido por la ansiedad, y el sorteo del resultado lo hicimos mientras nuestro abuelo Víctor escuchaba “Ucrania libre” en la radio. O sea, muy temprano. Pese a que Elvi nos pedía que no molestáramos a Luchessi, el vecino, con los pelotazos contra la pared, a las ocho y media de la mañana del domingo ya estábamos en la cancha. Creo que Mati hasta se puso canilleras.
Por mucho que estiramos el partido (incluso almorzamos durante el entretiempo), a la tardecita no había nada más para inventar. Estaban 1-1 y todos se pasaban la pelota sin peligro, yo solo participaba tocándosela a mis defensores. Era la final del único Mundial que jugaríamos en nuestras vidas. Los dos lo sabíamos y queríamos que ese momento durara todo lo posible.
Mati, que si de chico hubiera dedicado su inteligencia a algo que no fuera divertirme podría haber creado la Internet con un alambre y dos hilos, encontró una solución drástica. Les juro por Racing que esto es verdad: primero, el Ajax metió un lindo gol que lo dejó 2-1 arriba; después, Mati lo festejó colgándose de las rejas verdes; finalmente, relató:
–¡Los hinchas del Ajax se cuelgan del alambrado y el árbitro suspende el partido! ¡Iban 27 minutos del segundo tiempo y el partido estaba 2-1!
Yo no entendía nada. En la bolsa no había ningún papelito que dijera “partido suspendido” y además, al otro día, Mati arrancaba el colegio a las ocho de la mañana. La idea de dejar el torneo inconcluso tampoco me parecía correcta. ¿Qué estaba pasando?
Con una fenomenal cara de árbitro, Mati me miró y me dijo: “Yo así no puedo seguir, hay un montón de gente arriba del alambrado” y se fue a su casa. Yo agarré la pelota y entré a cenar para que Tati no me retara.
Al otro día empezaron las clases. Cuando me desperté, Mati ya se había ido. Y al mediodía me fui yo, solamente con Chuna y Gaby: ya no tenía con quién patear mandarinas durante el recorrido hacia la escuela. Pero, más que eso, me preocupaba el destino del Mundial. Pensé en la copa toda la tarde. Cuando volví del colegio, Mati me estaba esperando con la Caprichito naranja abajo de la suela.
–Apurate para sacarte el guardapolvo –me dijo– que se están por jugar los últimos minutos.
Yo ni llegué a entrar. Le di la mochila y el guardapolvo a mi abuela Fanny, que nos había ido a buscar, y Mati me tiró los guantes de arquero que usaba siempre.
Ajax hizo un gol más, ganó 3-1 y se quedó con la hermosa copa plateada. Cuando terminó el partido dimos la vuelta olímpica y celebramos como si estuviéramos drogados. Creo que Elvi nos miraba orgullosa desde el balcón.
–No sé si vamos a poder jugar siempre, pero igual armemos algunos amistosos para las tardecitas –me dijo Mati antes de subir las escaleras. Y yo sentí que tenía el mejor primo del mundo.
Seguimos jugando muchos años más en los ratos libres, que cada vez fueron menos. Hoy, Mati vive en otra casa con su mujer; y yo escribo esto desde mi austero y solitario departamento. Pero sé que leés este blog, así que te lo aviso desde ahora, Mati: para el verano que viene ya armé un amistoso entre el Cannon Yaoundé de Camerún y Racing, así que andá pensando cómo hacemos con el resultado.
El otro aprendizaje que dejó la primera ronda fue que algunos resultados eran previsibles. Cuando yo veía que el Nantes de Francia atacaba y atacaba, y que los delanteros del Flamengo ni figuraban, me daba cuenta de que los franceses iban a ganar. Era obvio.
Mati, que ya era un genio, modificó la estrategia para la segunda ronda, en la que se jugaron 16 partidos. ¿Cómo? Fácil. Ponele que jugaban Celtic de Escocia y Peñarol de Uruguay. Los escoceses se venían como locos, atacaban incluso estando 1-0 arriba. Yo ya imaginaba la goleada, pero en los últimos cinco minutos Peñarol metía dos goles y el partido terminaba 2-1.
Eso requería de mucho esfuerzo de Mati, que tenía que meter algunos goles en pocas llegadas, y calcular que yo atajara unos cuantos tiros. Pero, claro, a veces fallaba. Si el Toluca tenía que perder 1 a 0, Mati disimulaba y le inventaba ataques, pateando tiros más o menos fáciles. Cuando a mí se me escapaba alguna, aparecía el grito salvador: “¡Posición adelantada, posición adelantada, el gol no vale!”, decía el relato.
Yo, que no era tonto (al menos para esas cosas), me daba cuenta de que, cuando un gol se anulaba, era porque ese equipo no tenía que hacer ninguno más. Entonces, toda la emoción se iba al diablo.
Para los octavos de final, Mati redobló la apuesta. Escuchen con atención, así entienden porque lo admiraba tanto. Arrancaba un partido entre, por ejemplo, Colo Colo e Independiente. Empezaban 1 a 1 y después los chilenos no paraban de atacar. Yo intentaba descifrar el resultado mientras el partido transcurría. De pronto, Colo Colo metía un gol y Mati gritaba: “¡Posición adelantada!”.
–Listo –pensaba yo–. Eso significa que Colo Colo no va a hacer más goles.
Todo parecía confirmarse cuando Independiente metía el 2-1. Minga: sobre el final, los chilenos hacían dos goles y terminaban ganando 3-2.
–Pero... ¿por qué antes anulaste el gol si Colo Colo todavía tenía que hacer dos más? –pregunté.
Mati me respondió con una sonrisa triunfante: una vez más, había logrado que el resultado fuera incierto.
Los últimos partidos eran casi psicodélicos. Mati generaba situaciones rarísimas para que yo no adivinara los resultados y los dos terminábamos mareados por tantos goles anulados, incluso en partidos que salían 0 a 0.
Aquel Mundial del ’93, nuestro Mundial, duró más de dos meses. Los últimos partidos se estiraban desde la mañana hasta la tarde, incluso inventábamos las formaciones y actuábamos las charlas con los técnicos en el entretiempo. Pero ya era el primer fin de semana de marzo y el lunes empezaban las clases: el torneo tenía que terminar.
No sé si Mati me creerá, pero me acuerdo de que a la final llegaron Atlético Madrid y el Ajax de Holanda. Ese domingo, los dos estábamos melancólicos; así se debe sentir un futbolista cuando se retira. Pero el nuestro era un retiro apresurado: Mati tenía 13 años; yo, apenas 8.
Casi no habíamos dormido por la ansiedad, y el sorteo del resultado lo hicimos mientras nuestro abuelo Víctor escuchaba “Ucrania libre” en la radio. O sea, muy temprano. Pese a que Elvi nos pedía que no molestáramos a Luchessi, el vecino, con los pelotazos contra la pared, a las ocho y media de la mañana del domingo ya estábamos en la cancha. Creo que Mati hasta se puso canilleras.
Por mucho que estiramos el partido (incluso almorzamos durante el entretiempo), a la tardecita no había nada más para inventar. Estaban 1-1 y todos se pasaban la pelota sin peligro, yo solo participaba tocándosela a mis defensores. Era la final del único Mundial que jugaríamos en nuestras vidas. Los dos lo sabíamos y queríamos que ese momento durara todo lo posible.
Mati, que si de chico hubiera dedicado su inteligencia a algo que no fuera divertirme podría haber creado la Internet con un alambre y dos hilos, encontró una solución drástica. Les juro por Racing que esto es verdad: primero, el Ajax metió un lindo gol que lo dejó 2-1 arriba; después, Mati lo festejó colgándose de las rejas verdes; finalmente, relató:
–¡Los hinchas del Ajax se cuelgan del alambrado y el árbitro suspende el partido! ¡Iban 27 minutos del segundo tiempo y el partido estaba 2-1!
Yo no entendía nada. En la bolsa no había ningún papelito que dijera “partido suspendido” y además, al otro día, Mati arrancaba el colegio a las ocho de la mañana. La idea de dejar el torneo inconcluso tampoco me parecía correcta. ¿Qué estaba pasando?
Con una fenomenal cara de árbitro, Mati me miró y me dijo: “Yo así no puedo seguir, hay un montón de gente arriba del alambrado” y se fue a su casa. Yo agarré la pelota y entré a cenar para que Tati no me retara.
Al otro día empezaron las clases. Cuando me desperté, Mati ya se había ido. Y al mediodía me fui yo, solamente con Chuna y Gaby: ya no tenía con quién patear mandarinas durante el recorrido hacia la escuela. Pero, más que eso, me preocupaba el destino del Mundial. Pensé en la copa toda la tarde. Cuando volví del colegio, Mati me estaba esperando con la Caprichito naranja abajo de la suela.
–Apurate para sacarte el guardapolvo –me dijo– que se están por jugar los últimos minutos.
Yo ni llegué a entrar. Le di la mochila y el guardapolvo a mi abuela Fanny, que nos había ido a buscar, y Mati me tiró los guantes de arquero que usaba siempre.
Ajax hizo un gol más, ganó 3-1 y se quedó con la hermosa copa plateada. Cuando terminó el partido dimos la vuelta olímpica y celebramos como si estuviéramos drogados. Creo que Elvi nos miraba orgullosa desde el balcón.
–No sé si vamos a poder jugar siempre, pero igual armemos algunos amistosos para las tardecitas –me dijo Mati antes de subir las escaleras. Y yo sentí que tenía el mejor primo del mundo.
Seguimos jugando muchos años más en los ratos libres, que cada vez fueron menos. Hoy, Mati vive en otra casa con su mujer; y yo escribo esto desde mi austero y solitario departamento. Pero sé que leés este blog, así que te lo aviso desde ahora, Mati: para el verano que viene ya armé un amistoso entre el Cannon Yaoundé de Camerún y Racing, así que andá pensando cómo hacemos con el resultado.
5 comentarios:
Excelente, hermoso
precioso....la culpa es siempre del destino....pregunta o afirmacion????
Bellísimo. Por una tarde dejaré de lado mis simpatías por el Canon de Yaoundé...
Muy bueno! pase tardes con mis hermanos jugando este tipo de partidos. Yo era arquero y referí, y los dos mas chicos se enfrentaban representando a dos equipos. Mi abuela temía por sus plantas y los encuentros se suspendían a la siesta -sagrada en Mendoza-. Hoy recordamos a Cieguili como el árbitro más polémico y la rivalidad entre los contrincantes que podía terminar a las manos hasta que intervenía un mayor. Gracias por recordarme aquellos tiempos! Saludos. Cristian.
Sabras que no conteste, solo porque no encontre las palabras para hacerlo. por la misma razon que no se puede decir de una pintura de Raphael que es solo "linda", ni de una milanga solo "rica". Voy a decirte que es hermoso, desde todos los ...angulos que se pueda ver, el protagonista, el lector, el espectador, el ignorante, el que conoce la historia, la pelota, la lamparita o el papel plateado de rodesias de la copa... y cuando pueda, darte un abrazo eterno, que es la solucion mas facil que tienen los de palabra dura, pero que va a ser siempre como el del Ajax Campeon del 93. Te quiero Martin!!!
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