domingo, 26 de abril de 2015
No terminé el colegio (en serio)
Por Martín Estévez
Todavía tengo pesadillas con el asunto. Lo juro por mi mamá. Sueño que estoy en la escuela y, de pronto, descubro lo que pasa y me empieza a faltar el aire. En el sueño no tengo 14 años, sino los 31 de ahora, pero es igual: la causa no prescribió aunque hayan pasado 17 años. Siento que alguien lo sabe y viene a cobrarse una vieja deuda. Una deuda que no sólo tengo en mis sueños, sino también en la vida real: la verdad es que todavía debo una materia. Por fin lo dije.
El problema comenzó en marzo de 1998. Empezábamos 9° grado (el viejo 2° año del secundario) en la escuela 29 de Lomas de Zamora y en la primera semana, cuando tocaba la hora de inglés, avisaron que no teníamos profesor, que recién vendría la semana siguiente. Así que tuvimos hora libre, en la que miré de reojo a la chica que me gustaba y jugué al fútbol, con una pelota de tenis, en el patio.
La siguiente semana volvió a suceder lo mismo. Entró Delia, la preceptora, y repitió:
—Chicos, seguimos sin profe de inglés. Seguro que viene la semana que viene. Yo tengo que llenar unas planillas, así que les pido que se queden en el aula y no hagan mucho ruido, así no tenemos problemas.
Cuando, durante la tercera semana de clases, llegó la hora de inglés, no sólo no había profesor, sino que nadie vino a explicarnos nada. Imagino que a Delia ya no le daba la cara para decirnos lo mismo, y que ningún directivo de la escuela quiso hacerse cargo de lo que estaba pasando.
A la cuarta semana modificaron algunos horarios y la hora de inglés quedó al final del día, como para que, en vez de tener hora libre, saliéramos temprano.
Entre los alumnos comentábamos la situación, pero en voz baja, porque no sabíamos qué nos convenía. En 9° ya nadie tenía ganas de estudiar, el sistema nos había quitado las motivaciones, así que tener una materia menos era un alivio. Pero, a la vez, nos parecía una situación demasiado rara. Casi tenebrosa.
Recién cuando nos entregaron los boletines en el primer trimestre se alzaron voces de protesta: todos habíamos recibido un 7 como calificación. A la mayoría no le molestó, pero un puñado de chicas, que aspiraban a mantener alto su promedio, se quejaron. Supongo que la preceptora les prometió arreglar la situación, porque las quejas desaparecieron rápido.
Pasaron otros tres meses, el profesor jamás llegó, pero sí la segunda entrega de boletines. Esta vez, la decisión (de la preceptora, de la directora o del ministro de Educación, quién sabe) fue ponernos un 8 a todos. Con ese puntito más, conformaron a las estudiosas del grado, aunque generaron situaciones ridículas: había compañeros que sólo tenían 1, 2 y 3 como nota en todas las materias, excepto un maravilloso 8 en inglés.
No sé si ustedes me creerán, o si alguno de mis compañeros se acordará, pero finalmente terminó el año y jamás tuvimos profesor de inglés. Nos enchufaron a todos otro 8 en el tercer trimestre y un 8 como nota final. Tal vez por única vez en la historia de la humanidad, todos los estudiantes tuvieron la misma nota. Puede sonar como un acto de justicia, pero en realidad fue una aberración.
A veces siento que fui parte de un pacto de silencio del que no me preguntaron si quería participar. No un pacto entre mis compañeros, o junto a la preceptora: un pacto de silencio que guardamos como sociedad en toda esa puta década del 90.
No había pensado en el paralelismo, pero ahora lo veo tan claro. La escuela me dijo: "No hay profesores, esto es un desastre y no vas a aprender nada, pero tenés un 8, así que callate y disfrutá de este acto de corrupción". Lo mismo, de algún modo, les dijo a los demás: "No hay un plan para mejorar la situación del país, esto es un desastre y nos estamos yendo en picada, pero tomen, acá hay batidoras, televisores de 29 pulgadas y la posibilidad de viajar a cualquier lado porque tenemos un dólar barato. Cállense y disfruten de este acto de corrupción".
Algunas almas nobles, como la jubilada Norma Plá, las Madres de Plaza de Mayo o los maestros que montaron la Carpa Docente, intentaron despertarnos a todos de la siesta menemista, de la droga de los productos importados, de la revista Gente, de Susana Giménez, del delivery, de los remises, de las falsas nuevas comodidades del capitalismo.
Pero no nos despertamos. Mandamos a nuestros hijos a colegios privados, nos encerramos en casa, vivimos del sálvese quien pueda.
Yo tenía 14 años nada más, pero también me callé. El Estado me desprotegió, me dejó sin una enseñanza por la que todos pagábamos de algún modo. A mí me dejó sin enseñanza, al país sin el respeto por lo público, a muchos laburantes sin trabajo, y a muchos pibes sin comida.
Eso fue el menemismo: la argentinidad más abyecta, la de Cavallo y sus lágrimas falsas ante jubilados que ganaban 150 pesos; la de María Julia Alsogaray, una ministro de Medio Ambiente que usaba tapados de piel; la de los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA; la de las fábricas cerradas; la que vendió aviones del Estado por un dólar (¡un dólar!); la que indultó a genocidas que torturaron, violaron, mataron y arrojaron inocentes desde un avión.
Yo podría haber dejado este texto en una simple anécdota curiosa. En que aprobé inglés con un 8 pero no sabía ni una palabra, jaja, qué divertido. Pero no quiero. Ya no quiero complicidades, ni pactos de silencio, ni falsas ventajas que después nos hundan.
A una parte de la clase trabajadora, a la que pertenezco, el sistema nos está ofreciendo comodidades para que nos callemos: teléfonos con internet, autos en cuotas, televisión en HD, tarjetas de crédito de regalo. A la otra, le ofrece algún plan social indigno, o explotación e indiferencia. Y represión: represión a través de las leyes; represión a través de los medios de comunicación, que nos meten en la cabeza que votar a Miguel Del Sel, aunque sea machista, irrespetuoso y sin formación política, es "apostar a una renovación"; y que cortar una calle para denunciar que hay chicos que mueren por desnutrición es "no pensar en los demás".
No es todo: si la represión a través de las leyes y de los medios de comunicación no alcanza, el Estado ofrece represión a través de la policía, con balas de goma, gases lacrimógenos y lo que haga falta para callar a los oprimidos.
Escupo sobre la posibilidad de zafar yo solo: de comprarme un auto, mudarme a un barrio cerrado, dar clases en escuelas privadas. Prefiero seguir viajando todos los días en el tren Roca; prefiero luchar contra las goteras del techo; prefiero ofrecer todos los días lo mejor de mí, especialmente a los que no tienen plata para lujos.
Ya no le tengo miedo a la verdad, a hacerme cargo de mi responsabilidad para cambiar la realidad. Y sé que falta poco, cada vez menos. Sé que un día me voy a levantar, voy a caminar 25 cuadras, voy a tocar el timbre de la escuela 29 y voy a decir sin miedo, ni vergüenza, ni pesadillas:
—Hola, qué tal. Vengo a rendir inglés de 9°.
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