Por Martín Estévez
Marisa se murió cuando tenía 16 años. Lo aclaro ahora porque no quiero usar el golpe bajo de contarlo al final del texto. También me parece sincero explicar que casi no tuve relación con ella: jamás fui a su casa, no recuerdo el nombre de sus padres, nunca nos sentamos juntos. Apenas sé que le gustaba Rata Blanca y que tuvo un novio llamado Nicolás. Aun así, Marisa me enseñó una de las cosas más importantes que aprendí en la vida.
Fuimos compañeros en primer grado. Y en segundo, y en tercero. Y en cuarto, en quinto, en sexto. En séptimo, en octavo y en noveno. Y en primer año del polimodal. Insisto: no éramos amigos. Pero, ahora mismo, me sorprendo pensando que nos vimos cuatro horas de lunes a viernes durante diez años. Y entiendo por qué estoy escribiendo esto.
Marisa fue una más, como esos compañeros de trabajo con los que sólo te decís hola y chau, hasta que un día, en el colegio, nos contaron que tenía una enfermedad dura, probablemente terminal. Yo tenía 15 años (los mismos que ella) y la muerte sólo me había atacado en zonas superficiales: una bisabuela llamada Merce y un primo lejano que me hizo conocer qué era exactamente el SIDA. Por eso todavía creía que, a veces, a la muerte se le podía ganar.
Se organizó una visita entre varios compañeros para visitar a Marisa, que estaba internada, y fui. No recuerdo en qué hospital era, pero el viaje me pareció eterno. Sentía la incomodidad de no saber qué hacer ante alguien que sufría. Entramos a la sala y la vimos: estaba tan flaca, tan débil, la enfermedad estaba siendo tan hija de puta con ella. Pensaba que era yo el que tenía que hacer algo, pero lo hizo ella, enseguida, justo en el momento en que me saludó.
Vengo contando en este blog que el año 2000 representó el primer gran quiebre en mi vida. Se sumaron cambios tontos (me corté el pelo, adelgacé, me sacaron los aparatos fijos) y algunos más importantes (me operé). Esas cosas estaban dando vueltas en mi cabeza cuando me tocó saludar a Marisa, acostada, con los ojos entrecerrados, con el pelo tan finito. Ella me dio un beso, me miró un rato, fijamente, y me dijo:
–Te cortaste el pelo, Martín. Estás muy lindo.
Es difícil explicarles lo que sentí, lo que vuelvo a sentir otra vez ahora, pero igual lo intento: hasta ese momento, nunca jamás me habían dicho (ni yo tampoco había dicho) algo lindo a una persona que no fuera de mi familia. Eso no existía. Decirle “te quiero” a un hombre era de puto. Y antes de decirle “sos linda” a una mujer, me habría desmayado de los nervios. Con suerte, alguna vez le había escrito “sos un buen amigo” a alguien, pero nada más.
Estás muy lindo. Marisa me lo dijo con una simpleza que me atravesó. No estaba diciendo que yo le gustaba, ni gracias por venir, ni ninguna otra cosa. Simplemente estaba diciendo lo que pensaba: que el corte de pelo me quedaba bien. Sólo eso.
No le dio vergüenza. Fue evidente que ni siquiera le costó. Y tiene lógica: ella llevaba semanas luchando contra la muerte. La timidez era un rival al que podía ganarle con una mano atada. O con los ojos entrecerrados, con el pelo tan finito y acostada en esa cama de ese hospital en el que ella y yo, por fin sin la excusa de una escuela, fuimos, por única vez, nosotros.
Insisto: casi no conocí a Marisa. Era, en la definición rápida de mi cerebro, la mejor amiga de Violeta. Cuando me enteré de su enfermedad no me cambió la vida, ni me largué a llorar, ni fui corriendo a verla. No quiero agregarle a este texto ningún dato que no sea absolutamente real y sincero. No hace falta.
Aquella visita no fue larga. Probablemente permitían media hora, y había que irse. Debo haber hablado poco, porque éramos varios y porque yo sí era tímido. La miré mucho a Marisa, porque lo que yo había ido a buscar (una “compañera muy enferma”) se había convertido en otra cosa: en una parte de lo que es hoy este blog, este texto, mi vida.
La forma de hablar de Marisa, de sonreír, de luchar, me generó algo. Algo que primero tuve en el estómago, y me fue subiendo hacia la garganta hasta que nos avisaron que teníamos que irnos. Todos la saludaron y, cuando me tocó a mí, de la garganta salió para afuera. Le acaricié la cara (nunca había acariciado la cara de alguien que no fuera mi mamá) y le dije:
–Vos también estás hermosa.
Ella me miró, seria.
–No. Mirá cómo estoy…
Y yo la miré con otros ojos: con los ojos que ella me había enseñado media hora antes.
–De verdad –le dije–. Estás hermosa.
Y Marisa sonrió.
Su lucha duró unos meses más (hasta volvió al colegio durante algunos días). Y murió, a los 16 años. Es muy poco más lo que puedo contarles sobre ella. “Pienso mucho en Marisa, en lo que sufrió siendo tan chica, y en las ganas que tenía de vivir. Hacía quimioterapia y a la vez me pedía las carpetas para no atrasarse en el colegio. Hasta pidió rendir las materias para no perder el año. Me da bronca. Me da bronca que no viva”. Esas palabras, que alguna vez me escribió Violeta, tienen mucho más valor que todas las que yo pueda decir.
Sólo me quedé con el aprendizaje, enorme, de decir lo que siento. Lo internalicé muy rápido, porque en ese mismo año 2000 cambió mi forma de expresarme. Empecé a ser más parecido a lo que soy ahora, a esta bestia capaz de decirle a Leandro que con rastas está re potro o a Luz que es mi actriz preferida para siempre. Pero también de decirle a cada persona que escriba un comentario en este texto, en público y sin ponerme colorado, alguna verdad que nunca le haya contado.
Lo hago porque a la verdad no sólo hay que decirla, sino que hay que decirla cuanto antes. Lo hago porque no sabemos, nunca sabemos, cuál de todas será la última verdad que podamos decir. Y lo hago, especialmente, porque me lo enseñó Marisa.
martes, 26 de abril de 2016
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7 comentarios:
Muy buen relato señor...cuando escribe con el cuore se nota y sus escritos valen mucho más...digame alguna verdad...jajaj
Querido Martin:
Marisa fue alumna mia en nuestra escuela 29, recuerdo su apellido pero no quiero publicarlo.
Por tu relato me entero de su partida. Triste y lamentable. Dios la ha recibido en sus brazos con la misma dulzura que ella tenía.
Agradezco a la vida poder reencontrarme contigo a través de tus textos. Aunque no lo creas, siempre me llamó la atención tu timidez,siendo un niño capaz, querible y con una personalidad fuerte.
Un beso muy grande y que Dios te proteja y te siga dando la luz para comunicarte con tus bellos relatos
Cariños Sta Elisa
Yo la conoci ,vivia a una cuadra de mi casa,ella era unos años mas grande que yo.en ese momento no entendia que tan joven podia irse .yo nunca habia perdido a nadie cercano hasta el 2000 a mis 14 y diez meses supe lo que era perder a un ser querido.
Tengo una historia BASTANTE parecida a la que acabas de contar y te cuento que saqué el mismo aprendizaje,eso sí, ésta persona era un tanto cercana a mí y al irse creo que me enseñó eso. Ahora me gusta pensar que la honro siendo así (o por lo menos intentando siempre). Gracias che por contar ésto!
Huuuu cuántas cosas te deja de enseñanza una situación así, yo pase algo parecido con mi Marido y algo que me dejó de enseñanza es vivir la vida hoy, sin importar que pase mañana. Lo implementó todos los días y por suerte soy feliz......
Gracias a tod@s l@s que comentaron, especialmente a Elisa, maestra mía en tercer grado, cuyo segundo nombre (tengo buena memoria) es Susana.
Hola Martín hermoso tu relato, yo también tuve una amiga de adolescente, yo tendría 13 años ella quince, era una pelirroja hermosa, juntas aprendíamos folklore, en ese momento ocurrió un epidemia poliomielitis, fue terrible, estaba internada en el Hospital Muñiz, no podíamos ir a visitarla porque la enfermedad era contagiosa, estaba en un pulmotor, pero igual teníamos noticias de ella y su estado, justamente vivía en casa la enfermera que la atendía, un día Elena (la enfermera) nos lee un poema que ella había escrito a su médico, esas cosas maravillosas que suceden cuando uno se enamora.
Pasaras por mi vida, sin saber que pasaste, pasaras en silencio, como mi amor y al pasar fingiré una sonrisa como el dulce contraste del dolor de quererte y jamás lo sabrás.
Y si un día una lágrima, descubre mi tormento, el tormento infinito que te debo ocultar, te diré no es nada ha sido el viento me enjuagare la lágrima y jamás lo sabrás.
Nunca supe en realidad si ella lo había escrito, pero tampoco pude olvidar ese poema. Al poco tiempo partio, solo tenía quince años y tocaba el piano magníficamente.
Bueno esta es una de mis historias. Tía Julia
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