Por Martín Estévez
Cuando
era chico, descubrí que mi pene era deforme. No es una historia graciosa. Un
día, sentado en el baño, tiré la piel (ahora sé que se llama prepucio) para atrás
y descubrí algo raro. Había visto penes dibujados en un libro llamado ¿De
dónde venimos? y el mío no era como los que aparecían ahí. Estaba corrido para
un costado, tironeado por algo, algo parecido a una banda elástica roja que todo
el tiempo parecía a punto de reventarse y de transformar mis genitales en un
charco de sangre. Desde ese momento, viví con una angustia enorme y silenciosa. Cuanto más silenciosa, más enorme.
Les
juro por mi mamá que todo es cierto. Yo iba al baño, me sentaba, y me miraba el
pene. Me sentaba aunque sólo hiciera pis porque me salía raro: en dos chorritos o
muy desviado. Y me miraba para ver si algo había cambiado: si esa deformación
se había ido o si iba a explotar de una vez. Pero eso nunca
pasaba.
Lo
peor fue cuando empecé a crecer y a tener erecciones. Las erecciones me
dolían. La banda elástica roja tiraba más y más fuerte. No me convenía que se
me parara el pito: era peligroso. Me imagino que, en esa idea (¡que se me
parara el pito era peligroso!), nacieron mis posteriores y numerosos traumas
sexuales. Pero yo no lo sabía. Me encerraba y sufría pensando
que convenía que nunca nadie me viera desnudo, así nadie descubría mi
terrible secreto.
En
momentos donde no tenía internet ni amigos, empecé a investigar mi problema en
el único lugar que se me ocurrió: un viejo diccionario.
Buscando y buscando, encontré algunas enfermedades sexuales y deduje que,
probablemente, tenía sífilis. O gonorrea. O algo de eso.
Si
mi primera poesía la había escrito por un amor no correspondido, ahora
utilizaba la literatura para aliviar tanto miedo. En Tirando paredes expliqué, sin gracia y de modo
muy críptico, lo que me pasaba: cada día me levantaba pensando “hoy se lo cuento a alguien”, pero llegaba la noche y me acostaba con la
angustia multiplicada.
No
se los quiero hacer más largo, no es necesario: ya se imaginarán lo que puede
generarle a un niño convivir durante años con una deformidad oculta. Y encima,
en el pene. En mi casa, jamás se nombraba al pene, o a la vagina. Jamás. Y yo lo tenía deforme.
En
una historia anterior conté que, cuando empezó el año 2000, decidí enfrentar mis problemas. Empecé cortándome el pelo e intentando perder la
timidez con las chicas: yo tenía 15 años y no había estado ni cerca de
besar a alguien. Pero el otro problema, el más grande, estaba ahí, esperándome.
Y no tenía la más puta idea de qué hacer.
Recuerdo esa noche perfectamente. Fue el viernes 17 de marzo de 2000. Había
subido a la casa de mis tíos para ver Racing-Instituto. Yo era muy fanático de
Racing. Mucho. Los cordobeses eran un rival débil y empezamos ganando con gol de Cordone, pero nos dieron vuelta el partido y perdimos
2-1. De locales. En Avellaneda. Contra Instituto.
Apenas
terminó el partido, como sucedía cada vez que Racing perdía, bajé
inmediatamente, en silencio, sin saludar. Sentí tanta bronca por una
derrota tan humillante, que pensé: “No puedo estar peor”. Las chicas no gustaban
de mí, mi pene era deforme y Racing siempre perdía. Realmente no podía estar peor. Algo tenía que solucionar, urgente.
Y lo único que dependía de mí era una cosa. Sí: esa.
Serían
las 23:15. Mi mamá dormía. Respiré hondo, entré despacio en su pieza y le dije,
bajito:
–Tati…
–¿Qué
pasa? ¿Pasó algo?
–No,
no… Te quería preguntar…
Tragué
saliva. Sentí que iba a desmayarme.
–...
¿cómo es que se llama el médico que es como el ginecólogo, pero de los hombres?
–No
sé… Urólogo, creo. ¿Por qué?
–Porque…
me parece que me gustaría ir a hacerle una consulta.
–¿Estás
bien? ¿Te pasó algo?
–No,
no. Para ir nomás. Hacerle unas consultas.
–Bueno,
si querés mañana te pido un turno.
–No,
no, está bien, yo lo pido, yo lo pido.
A
la mierda. El primer paso estaba dado: alguien sabía algo. Ya no estaba solo en
ese infierno. Ahora faltaba lo peor: saber qué demonios tenía. Si era
curable, o si mi pene sería deforme para siempre.
Fui al Policlínico Lomas una tardecita. Estaba lleno de hombres de más
de 40 años y yo: 16 recién cumplidos, asustado, haciéndome cargo de mi vida.
–Decime,
en qué te puedo ayudar –me dijo el doctor Juan Pablo Aguirre.
–Vine
porque me parece que tengo algo raro en el pene. Como que me tira, me molesta…
–A
ver, desvestite y acostate.
Ay,
si supieran los nervios que tenía. Seguro estaba pálido y transpirando simultáneamente. Por primera vez, alguien iba a ver el gran problema de mi niñez. Pero yo ya
no era un niño.
–¿Siempre
tuviste esto así?
–Sí…
Desde que yo recuerdo, sí.
–¿Y
nunca nadie te revisó?
–No…
–Mirá
–me dijo, y yo sentía que la verdad estaba a punto de caer sobre mí– lo que vos
tenés se llama fimosis. Es un problema de nacimiento que, cuando tenés pocos meses de vida, se soluciona con una
pequeña intervención. Lo extraño es que nunca
nadie se haya dado cuenta. Es algo que se detecta enseguida. No puedo entender
que, desde que naciste, nadie te haya revisado.
–¿Y
entonces?
–Ahora
es un poco más complicado. Seguramente te debe generar mucha molestia y dolor…
Hice
que sí con la cabeza.
–…
ahora tendríamos que hacer una intervención más importante: una operación.
Pero, para eso, necesito la firma de tus padres: vos sos menor de edad.
Me
quedé mudo.
–¿Querés
preguntarme algo?
–Sí…
¿Me puedo morir en la operación?
–Mirá,
los riesgos son bajos. Muy muy bajos. Pero te vamos a tener que dormir el
cerebro. Y, cuando se duerme el cerebro, siempre algún riesgo hay.
¡Cómo me acuerdo de esa tarde! Dentro del
Policlínico hay como una capillita, y cuando salí del consultorio me metí ahí.
Al principio, porque no sabía dónde ir. Después, para que nadie me viera llorar.
Lo confieso con vergüenza: creo que recé. Dije que, si había Dios, ya
era hora de que me tirara un centro. Que no me podía morir tan rápido. Y que si
me salvaba, si sobrevivía a la operación, iba a dejar de ser tan maricón.
A
la noche, cuando Tati ya estaba acostada, entré de nuevo.
–Tati…
–¿Qué
pasa? ¿Pasó algo?
–No,
no… ¿Viste que te dije que iba a ir al médico ese, al urólogo?
–Sí.
–Bueno,
fui. Me dijo que me van a tener que hacer… como una intervención, algo medio
sencillito, que se hace en el día, es una pavada. Pero necesita que vayas, para
que firmes unos papeles.
Tati
abrió los ojos bien grandes.
–¿Seguro
no es nada grave?
–Seguro,
seguro, es una pavada.
Pobre
Tati, ¡cómo se habrá puesto cuando el doctor le dijo la verdad! A la noche
siguiente, me habló ella.
–Martín,
no sé si sabés, pero lo que tienen que hacerte no es tan sencillo…
–Sí, ya sé, pero no quería preocuparte.
Y
nos abrazamos.
Pasé
una noche en la clínica y me desmayé por única vez en mi vida (Tati me atajó
cuando salía del baño arrastrando el suero), pero la operación fue un éxito. Lo
que hicieron, básicamente, fue cortarme una parte del pene: me extirparon el
prepucio. Una especie de circuncisión judía, pero a un hombre grande. Lo
primero que noté fue que ya podía hacer pis parado: el chorro salía derechito, como de manguera nueva.
El
post operatorio, lo siento por los impresionables, fue traumático: tenía
alrededor de treinta puntos de sutura alrededor del pene. Decenas de
alambres enredados justo en una de las partes más sensibles del cuerpo
humano. Y algo más: las curaciones con iodo tenía que hacérmelas yo. Y los alambres, mientras me bañaba, también tenía que sacarlos yo. Ay, diosito mío, me acuerdo y se me
cierran las piernas.
Fueron
dos semanas en cama, pero lleno de alegría por haber hecho mierda a las
trompadas al monstruo de mi infancia. Y el pene, esa palabra que yo no podía
decir en voz alta, se había transformado en el protagonista de mi vida.
¿Qué
timidez podía sentir ahora, que varios desconocidos me lo habían visto y uno
me lo había cortado en pedacitos? ¿Cómo seguir ocultando cualquier problema
pavote, si en la mesa familiar todos preguntaban (aunque de modo sutil) cómo está el pene de Martín? Recuerdo que mi primo Matías me llevó en auto a la primera revisación, y
yo le avisaba en cada lomo de burro: “Despacito, despacito”. Y, cuando volví al
colegio, con Nico hicimos un cartel para que las personas no me lastimaran en
el colectivo. Decía: “Cuidado: post operatorio”.
No
cuento esta historia para atragantarles la cena a las señoras mayores ni para evidenciar
mi orgullo por ser al menos un poco religioso: tengo pene judío. No, señor. Lo
cuento porque muchas personas en el mundo viven angustiadas por un
secreto asfixiante que piensan que jamás podrán resolver. A veces es un pene
deforme, a veces es miedo a quedarnos solos, a veces es vergüenza a decir lo
que deseamos. O el secreto pueden ser nuestros gustos sexuales, un mal que le
hicimos a alguien, un amor no correspondido. Odiar a nuestra familia, o amarla
hasta lo obsesivo, o no saber qué carajo queremos en nuestra vida mientras
todos parecen tan seguros. Hay un secreto angustiante para cada ser humano.
No
importa cuál sea el precio: el rechazo de algunas personas, centenas de
lágrimas o veinte días curándonos el pene con iodo sentados en el piso del
baño. Cualquier cosa, se los juro por el doctor Juan Pablo Aguirre, es mejor
que vivir siempre con esa angustia que nos hace respirar raro, doler la panza y
sonreír de mentira, siempre de mentira, porque las angustias secretas no se
olvidan, ni con el mejor chiste, ni con la peor droga.
Saquen,
sáquense de encima esos monstruos, que no son tan grandes ni tan monstruos. Los
tenemos todos, aunque nadie se dé cuenta. Yo, una noche, le toqué el hombro a
Tati para hablarle y todo empezó a cambiar. Y ahora, mi pene judío y yo, es cierto, vivimos
sin prepucio. Pero sin tanto miedo y con sonrisas de verdad.
3 comentarios:
Amé este texto.
¡Qué gran mensaje!
Y qué horribles sensaciones: el secreto, el dolor, y tener más puntos ahí que Racing en varios campeonatos (juntos) de esa época...
Me alegra que haya salido todo bien y ojalá quienes te lean se inspiren y se animen.
Qué lindo texto! :)
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