Ahora escribo por muchas razones: por cariño, por soberbia, para que me quieran, a veces por dinero y casi siempre porque me parece justo. Pero a los 15 años escribía por una sola cosa: por necesidad. Escribía mucho. Muchísimo. Alguna vez, en esos tiempos, empecé a contar cuántas palabras decía y cuántas escribía en una semana, porque tenía la teoría de que escribía más de lo que hablaba. Perdí la cuenta un martes, pero hubiera sido una competencia pareja.
Mi compulsión por la escritura empezó de chico, anotando resultados deportivos. No los reales: inventaba otros, un poco por aburrimiento y un poco para que Racing ganara alguna vez. Después formé un equipo artístico: mi primo Matías dibujaba y yo escribía. En general, eran superhéroes creados por nosotros, pero una vez nos cebamos y armamos un libro de 48 páginas, tipo "Elige tu propia aventura", con la carrera de un futbolista ficticio. Todavía lo tengo.
Luego empecé con los poemas: montones de reflexiones básicas adolescentes que casi siempre ocultaba por vergüenza; algunas de las cuales, por desvergüenza, ahora aparecen en este blog. Como este extracto de un ensayo llamado 'Y siempre':
Porque al tornillo que nunca se te perdió lo volviste a encontrar
Y porque siempre falta una linterna cuando estás en cortocircuito
Porque con ese tornillo no la podés fabricar
Y porque igual lo intentás, lo intentás y lo volvés a intentar
Porque casi lo lográs
Y porque es eternamente casi.
El verso me resultaba fácil, porque escribir en verso es esconder un poco la verdad. Escribir en prosa, en cambio, sin fórmulas ni rimas ni métrica, es más difícil: es descubrir un poco la verdad.
Cuando empecé el Polimodal (últimos tres años de colegio), buscaba desesperadamente cómo comunicarme, pero lo único que encontré fue un boleto del colectivo 562 en mis bolsillos. No importó. Agarré la birome y anoté, en el boleto, seis palabras:
Van a morir
El Asesino Anónimo
Esperé al recreo y lo dejé sobre el banco de Ivana, porque me parecía la más potra de mis nuevas compañeras. Sin saberlo, estaba empezando mi primera obra literaria: entre 1999 y 2000, escribiría 100 capítulos de El Asesino Anónimo, más una miniserie de cuatro partes sobre un personaje secundario: Bibbo.
El Asesino Anónimo fue una mezcla de formatos, un híbrido con poco sentido. Los primeros textos eran frases sueltas que simulaban ser avisos de películas. Pero una mañana encontré en la calle un montón de fotos viejas desparramadas y me animé: abandoné los boletos y empecé a escribir detrás de esas joyas en formato 10 x 15 que me permitían desplegar mis ideas.
Mis ideas, claro, no eran más que la suma de ideas robadas a decenas de guionistas de historietas. Mi único mérito, si es que tenía alguno, era reducir historias de 300 o 400 páginas al reverso de una foto.
En el primer año se publicaron 50 breves capítulos. Desde el 11 al 18, la fórmula fue tosca: se presentaba un personaje (el Pequeño Justiciero, el Violador de Leyes, la Chica Asesina) y una duda ("¿Qué tenebroso secreto guarda nuestro justiciero preferido?") que nunca era resuelta.
A partir del capítulo 19 comenzaron pequeñas sagas, como Guerra en Buenos Aires (en la que el enemigo era el presidente Carlos Menem); Guerra en el Instituto (a partir de ahí mis compañeros se convirtieron en protagonistas de la historia); Héroes enamorados (el Asesino se separaba de su novia); y la elaborada Crisis en Tierra Asesina, en la que murieron varios protagonistas y el Asesino Anónimo terminó encontrándose con alguien muy especial.
Llegaron las vacaciones y, cuando empezamos segundo año, las fotos se estaban terminando. Un grupo de chicas (tal vez mis primeras fans) juntó plata y compró algo nada barato: un rollo de 36 fotos para que la historia siguiera. Desde el principio, avisé que todo terminaría en el capítulo 100.
Los últimos 50 textos, claro, fueron más interesantes. Mezclaban chistes inocentes, homenajes a historietas y reflexiones sociales. Entre las principales sagas estuvieron Leyendas (donde el Asesino Anónimo queda preso); Leave Me Alone y Love Song (románticas hasta lo insoportable); Todos contra todos (contaba peleas entre compañeros del colegio); y La última historia, capítulos finales en los que aparecieron más de cien personajes y conseguí cerrar el círculo dejándolo abierto.
Confieso que al año siguiente pensé retomar la saga, pero mi popularidad se había ido al tacho y probablemente ya nadie tenía intenciones de leerme.
A la distancia, 16 años después, entiendo que el Asesino Anónimo fue un blog antes de los blogs: el Palabras enreveradas de mi adolescencia. Detesto muchos de esos textos como detestaré lo que escribo ahora cuando tenga 48 años; pero no olvido que no escribía por gusto, sino por necesidad. No olvido que no estaba alardeando: estaba creciendo.
Por eso me animo a invitarlos, si tienen ganas, a recorrer la historia del Asesino Anónimo. No la recomiendo: es confusa y está llena de chistes internos. Pero hacerla pública es mi manera de homenajear, respetar y no olvidar a todos los que alguna vez fui.
Lejos de arrepentirme de aquellas historias, o de ocultarlas, las empujo hasta el presente, porque sin ellas no sería posible entender que hoy no soy periodista ni actor ni corrector ni profesor ni historiador ni reciclador ni filósofo ni analista: desde que entendí que descubrir un poco la verdad alivia la angustia, soy escritor.
Confieso que al año siguiente pensé retomar la saga, pero mi popularidad se había ido al tacho y probablemente ya nadie tenía intenciones de leerme.
A la distancia, 16 años después, entiendo que el Asesino Anónimo fue un blog antes de los blogs: el Palabras enreveradas de mi adolescencia. Detesto muchos de esos textos como detestaré lo que escribo ahora cuando tenga 48 años; pero no olvido que no escribía por gusto, sino por necesidad. No olvido que no estaba alardeando: estaba creciendo.
Por eso me animo a invitarlos, si tienen ganas, a recorrer la historia del Asesino Anónimo. No la recomiendo: es confusa y está llena de chistes internos. Pero hacerla pública es mi manera de homenajear, respetar y no olvidar a todos los que alguna vez fui.
Lejos de arrepentirme de aquellas historias, o de ocultarlas, las empujo hasta el presente, porque sin ellas no sería posible entender que hoy no soy periodista ni actor ni corrector ni profesor ni historiador ni reciclador ni filósofo ni analista: desde que entendí que descubrir un poco la verdad alivia la angustia, soy escritor.
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