Vos ya te fuiste una vez. Fue en 1993. Y aunque las cosas eran distintas (ibas a Rusia y volverías pronto, yo tenía 9 años y parecía mujer), probablemente el día que te fuiste para siempre yo haya tenido esa misma cara, esos mismos ojos cargados de miedo, de una angustia intraducible en lágrimas.
El día que te fuiste para siempre dolió más porque teníamos el alma más grande. A mí no me contaron quién eras, Víctor. A nosotros no nos veía nadie cuando jugábamos a la pelota, cuando leíamos el diario, cuando volvíamos juntos de la escuela. Yo no necesitaba postear textos contando que habíamos escuchado juntos a Los Andes o que otra vez me compraste turrones. Pero ahora sí.
Ahora necesito escribir esto porque ya no puedo mirar el Nacional B con vos. Ahora necesito escanear tus fotos para verte porque ya no puedo hacerlo. Ahora necesito llorar cada tanto, solo, porque necesito exorcisar el dolor que vivimos juntos. Te acompañé porque me acompañaste. No podía dejarte solo porque quedaba solo también.
Esta vez, aunque no lo creas, el que se está por ir soy yo. No me voy a Rusia ni me voy para siempre, pero empiezo a irme de esta casa que construiste con tus rodillas cansadas y con una boina en la cabeza. Al final vivimos juntos hasta el final, y me parece bien que haya sido así. No lo hubiera querido de otra forma.
Ojalá algún día, cuando yo visite estos ladrillos que pusiste uno sobre otro durante la década del '60, volvamos a encontrarnos para mirar otro Racing-Boca o para escucharte cantar Ruperta. No importa que yo sepa que eso no va a pasar nunca: lo que importa es que sé que vos hubieras querido lo mismo.
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