Por Martín Estévez
Ya en primer grado supe que me esperaba una vida llena de vacíos y silencios, de miradas desconfiadas, de miedo. A los 6 años, me refugiaba en mi casa y no iba a ningún lugar que no fuera la escuela. Y encima, en la escuela, dos grandotes de segundo me cagaban a trompadas todos los días. Primer grado habría sido una mierda si no hubiera estado David.
No nos parecíamos en nada. David era más sociable, menos tímido, más normal. No sé cómo nos encontramos. Hay personas que nos caen bien enseguida, al ver sus gestos, sus movimientos, su forma de hablar. A las que, con sólo escucharlas quejarse de su psicóloga, ya las queremos. David fue uno de ésos.
A los 6 años yo me dedicaba a ser prolijo, a pasar desapercibido, a no dar indicios de psicótico. Excepto con David. Con él, en cada recreo, nos convertíamos en enemigos. A las 13:50, 14:50 y 15:50, ayudados por una bola de papel y cinta scotch, y por los banquitos de cemento del patio, nos entregábamos a un duelo de penales visceral y terminante: no valía empatar.
Hoy no puedo entender cómo nos animábamos, pero David y yo (angelitos el resto del día) ignorábamos los reclamos de la maestra cuando íbamos empatados. Ni siquiera la mirábamos. Pateábamos penales hasta que la balanza se desequilibraba hacia algún lado. Ganaba él o ganaba yo. Sin concesiones.
Al final de un recreo de mayo, cansada de nosotros, la señorita Liliana intentó hacer valer su autoridad. Se acercó con cara de mala, caminando casi agachada para quedarse con nuestra pelota. Pero, justo antes de que la tocara, David gritó, con los ojos inyectados de sangre: la miró fijo, con los ojos un poco rojos.
—¡Noooooooooo! ¿Qué haceeeee?
—¡Bueno, bueno! —retrocedió ella asustada—. Pero cuando terminen, entren rapidito.
Y nunca volvió a molestarnos.
Con David no hablábamos sobre chicas ni sobre nuestros papás. Ni sobre nada que no fueran los penales. Adivinábamos el estado de ánimo del otro por el modo en que pateaba: si él despedazaba la pelota de papel de un derechazo, yo sabía que lo habían retado en casa; si yo apenas movía el pie por las ganas de llorar, él se dejaba ganar para no profundizar la herida.
La primera vez que hablamos sobre otra cosa fue un jueves de noviembre, me re acuerdo. Todos se arremangaban el guardapolvo por el calor y Adrián Tedeschi lloraba, como casi siempre. Mientras formábamos para entrar, David dijo:
—Me cambio de escuela.
Nos despedimos el viernes 7 de diciembre de 1990. Resistí todo el acto de fin de año con un nudo en la garganta y, cuando terminó, aprendí un saludo que repetiría muchas veces durante mi vida. Le apreté fuerte la mano derecha y le dije “fue un placer”. No me lo olvido más: me respondió con la mirada.
Las vacaciones fueron un calvario por culpa de Flavia Palmiero. Yo no pensaba en David hasta que Chuna o Gaby, sin sospechar nada, ponían el cassette de La ola está de fiesta. Estúpido cassette. Lo odié con toda mi alma.
—Cuando pasen muchos años y lleguemos a ser grandes me gustaría que sigamos como hoy...
... desafinaba Flavia en Somos amigos, y a mí se me rompía el corazón. No es que me ponía un poco triste: tenía que esconderme en la pieza porque lloraba a lo bestia, inconsciente de cómo dañaba mi hombría en ese acto. Fue la primera cosa que los homofóbicos llamarían de puto que hice. Más adelante escucharía discos de Alejandro Sanz, sería vegetariano e iría a un taller de teatro.
Tiempo después, confié en Gaby, le conté mi secreto y le pedí que nunca más pusiera esa canción. Fue un error: Somos amigos se repitió infinitamente en casa, a todo volumen, con risas de fondo. Una y otra vez.
Hasta que, de tanto enfermarme, me curé. Y, como casi todo, David pasó al olvido.
El único motivo por el que escribo esto, ahora lo descubro, es porque la amistad con David fue cortada de golpe, serruchada sin prolijidad, arrancada de la lógica.
Si David hubiera seguido en la Escuela 29, nos habríamos peleado en quinto grado. O sería policía, como Diego, y nos alejaríamos por decantación. Pero no: David es siempre un niño de 6 años que no creció, no engordó, no se volvió un adolescente idiota. David es el Che Guevara de mi infancia.
Me tiene harto, David.
Yo, antes que por los amigos que se alejan llenos de gloria, por los jóvenes que se retiran campeones, por las novias que nos dejan y por las cosas que podrían haber sido, brindo por otra cosa.
Brindo por los que se quedan a remar conmigo, por los que juegan a ganar hasta los 84 años.
Brindo por las mujeres que nos quieren hoy, por las cosas que sí fueron y (aunque no sean de miel) son nuestras.
Brindo por amigos imperfectos que me esperan aunque haga frío, por los que saben que voy a perder pero igual sostienen mi esperanza.
Brindo por todos los que, en el medio de mis catástrofes y hasta que me muera viejo, siguen leyendo estas palabras aunque nunca signifiquen nada.
• La ilustración fue un regalo que me hizo Valeria Macchia.
• En la foto, David es el quinto de la segunda fila.
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• Esta historia forma parte del libro Lo hago para que me quieran.
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7 comentarios:
No puedo evitarlo: entre Ale Sanz y el taller teatro, te hiciste vegetariano. Creo que también cuenta, ¿no? En fin, te debo una llamada. Y la foto del Pequeño en su primera visita (victoria incluida) al Monumental de Campana.
Te quiero, y eso no nada tiene que ver con Sanz, tu vegetarianismo (¿?) y el taller de teatro.
Todavía te debo una llamada. Abrazo grande.
PD: "Todo hombre se parece a su dolor" (Andre Malraux)
Recien me entero que los grandotes de segundo grado te cagaban a trompadas....mas vale tarde que nunca. Gracias! Tati
Pablo de mi corazón: lo más injusto de escribir en orden cronológico es que todavía falten once años de textos para que vos aparezcas.
Supuse que Dálmine necesitaba de una fuerza externa para ganar alguna vez. Ya parece Racing.
¿Deudas? Yo te debo una visita
PD: "Si no duele, no es felicidad" (Pablo Scoccia)
Tati:
No sólo me pegaban, también se tomaban el agua de mi cantimplora roja. Por eso dejé de usarla.
Gracias a vos.
cangrejo, ¿no se en que grado pensaba que la vida...? un genio... o un muy mal inicio... ¿vas a publicar este comentario? ¿o solo publicas los halagos?
Colgando, descendido o tachado de una lista escribe este nombre que se siente amigo, lejano y sin gloria, que disfruta que su equipo por fin asuma la grandeza como algo que se achica, que también brinda por lo que nos sorprende, nos atraviesa y nos deja solos con nuestra soledad. Brinda, Martín con vos desde acá uno de esos imperfectos de campera, poncho, oído o abrazo en mano. O a mano. Lindo leerlo, siempre. Espero verlo pronto.
Si el mundo fuera sensato, solo con presentar este cuento en la caja de Chungo tendríamos 673 tardes de helados en EG.
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