Mi primer ídolo fue Walter Castaño. Jugaba en Racing y era un terremoto de habilidad, un genio de multitudes, un rubiecito que levantaba aplausos con sus lujos y goles, un crack. Un dato más: Walter Castaño nunca existió.
Tenía 6 años, fue un miércoles a la tarde. Mati bajó las escaleras y en el patio, mientras yo pasaba el secador para no mojar la pelota, estiró sus brazos y me dijo: “No me entra más, así que es para vos”. No podía creerlo: una camiseta de Racing con una palabra (Nashua) en el pecho y un número (11) en la espalda. “Es la de Castaño”, me dijo. Y marcó mi infancia para siempre.
Yo no sabía que Nashua era una empresa que pagaba para aparecer en la camiseta. Y mi desconocimiento sobre el funcionamiento del mundo era aplicable al fútbol: jamás había visto un partido de Racing.
El fútbol, en 1990, era para mí tres cosas: lo que me había permitido faltar a la escuela durante el Mundial, lo que jugaba con mis primos y un póster en la pieza de Mati. El póster era rarísimo: un montón de remeritas celestes y blancas, y, debajo, líneas punteadas para escribir el nombre de los jugadores. Solo recuerdo a tres: Roa, Vivalda y Castaño. Roa y Vivalda eran los arqueros. ¿Castaño? Castaño era mi nuevo ídolo.
El conocimiento, a los 6 años, se parece a un rompecabezas. Un niño (como dice el sociólogo Edgar Morin sobre la humanidad) navega entre archipiélagos de certezas sobre un océano de incertidumbres. Y yo, como a un rompecabezas, fui armando a Castaño. Lo convertí en mi héroe.
Alguna vez mi tío Alberto dijo que era habilidoso. Por algún comentario de Mati lo intuí rubio, con el pelo algo largo, parecido a He-Man. También me pareció entender que se llamaba Walter; deduje que llevaba más de 200 goles en el patio de su casa, y algunos más en cancha de Racing. También me gustaba pensar que le encantaban las milanesas, como a mí.
Mi idolatría por Walter Castaño fue creciendo, pero yo también: empecé a ver fútbol por la tele y descubrí que Castaño no jugaba más en Racing. Adopté nuevos ídolos, pero guardé un rincón para él en mi corazón. Quizás algún día consiguiera un video con sus goles y entendiera el valor de la camiseta que Mati me había regalado.
Años después, ya grande, decidí retomar mi fanatismo por Walter, su melena rubia y sus goles. Investigué sobre él y llegué a un dramático descubrimiento: no se llamaba Walter, no era rubio y jamás hizo un gol.
John Edison Castaño fue un colombiano irregular que jugó apenas 11 partidos en Racing. Casi nadie lo recuerda. La imaginación de un niño de 6 años (yo) lo transformó en un crack inenarrable llamado Walter.
John Edison Castaño y mi ídolo no se parecían en nada. Mi ídolo, la puta madre, nunca había existido.
Hoy, a los 26 años, me pregunto cuántos de los ídolos que tengo en realidad no existen. Cuántos de mis principios, cuántos de mis sueños, cuántas de mis alegrías están basadas en cosas que entendí mal, en historias que no me contaron, en maravillas que nunca existieron.
Me pregunto con angustia en la garganta cuántas personas fundamentales de mi vida son en realidad una mentira, un engaño, waltercastaños esperando para apuñalarme con la verdad. Mientras sufro imaginando la respuesta, atesoro la camiseta 11. Lujosa, heroica, imperturbable. Como Walter lo hubiera querido.
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• Esta historia forma parte del libro Lo hago para que me quieran.
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