Por Martín Estévez
Por si no la saben, cuento la historia. Hoy, Chacarita se estaba yendo al descenso. Necesitaba ganar y perdía 1-0. Empató sobre el final y en el último minuto tuvo un penal a favor. Si lo metía, concretaba la épica hazaña de salvarse. Si no, quedaba condenado al doloroso infierno del descenso. Alguien tenía que hacerse cargo de ese penal, de esa bomba a punto de explotar. Ese alguien fue Damián Toledo.
Hasta hoy sabía poco y nada sobre él, pero me alcanzó con lo que vi. Damián agarró la pelota mientras los hinchas gritaban histéricos. Tomó carrera y le pegó como supo, como pudo, con la fuerza que el miedo no le había quitado. Y atajó el arquero. Me reconocí en su cara en el instante posterior al penal errado. Me vi reflejado en los ojos perdidos, en el alma frágil, en el frío en el cuerpo. Hoy, yo también soy un poco Damián Toledo.
Para que entiendan cómo se siente Damián Toledo, cómo me siento yo, hay que explicar una cosa: en el mundo hay tortugas y dragones. Existen muchos otros animales, pero hablemos de estas dos especies.
Las tortugas pasamos el 99% del tiempo en nuestro caparazón, asomando solo la cabeza y las extremidades. Por eso, cuando alguien siempre tiene fríos los pies y las manos, no crean en el tonto mito de la mala circulación de la sangre: en realidad, es tortuga.
Acostumbradas a analizar con paciencia cada acción, las tortugas nos sabemos frágiles y repetidas: cada tortuga se parece mucho a las demás. Hemos hecho excursiones temporales fuera del caparazón y salimos lastimadas. Muy. Aprendimos a valorar el calorcito de la casa propia, el silencio, la paz. Aprendimos a convivir con nuestros miedos sin molestarlos.
Los dragones, a diferencia de las tortugas, no son de verdad. Como todos sabemos, las tortugas existen; los dragones, no. Ser dragón es una construcción artificial: el dragón es en realidad cualquier otro animal, pero sostiene su disfraz de dragón sin importar las consecuencias. Los dragones son agresivos, avasallantes, conquistadores. Parecen no tener miedo y, si lo tienen, lo disimulan con brillantez. Se consideran únicos, incomparables. Los dragones compiten, y casi siempre ganan.
Cuando una tortuga está en presencia de un dragón, siente incomodidad; cuando un dragón está frente a una tortuga, siente indiferencia.
Yo sé lo que sentiste, Damián. Vi el fuego en tus ojos. Supe que, por un segundo, fuiste dragón. Podrías haber mirado para otro lado, total eran once los que podían patear. Podrías haberte quedado dentro de tu caparazón y observar sin riesgos el final de la historia. Pero vi el fuego en tus ojos. Te hiciste cargo de tu destino y del de los demás; como en la escondida, libraste por todos los compañeros. Y te salió mal.
A mí me pasó lo mismo. Llevo largo tiempo siendo tortuga, más por fatalismo que por elección; las tortugas somos tortugas, no cuestionamos eso. Pero ayer sentí el fuego. Una cosquilla que empieza siendo llamita y se hace fogata, y se hace volcán, y se hace erupción. Es un fuego incontrolable e instintivo, imposible de explicar desde nuestro tortuguismo.
Ayer fui dragón por un ratito. También levanté la mano y dije “pateo yo”. Me hice cargo de esta reputísima vida de tortuga por una vez. Un fuego que no sé controlar y me asusta, un fuego peligroso y para nada artificial, un fuego que me puede hacer mierda. Soy esa tortuga que fui toda mi vida, pero soy también este fuego.
Damián y yo corrimos a la pelota creyéndonos dragones y pateamos como tortugas. Lo arruinamos todo. Por eso sé lo que sentiste, Damián, porque yo también lo sentí. Los dientes apretados, el cuerpo tensionado al mango, el mareo, la cara contra el pasto y la mueca cruel de ver tu caparazón a un costado, vacío.
No vas a tener hambre en estos días, ni ganas de coger. Ni siquiera de putear. Vas a tener pesadillas y a despertarte transpirado. Vas a lamerte las heridas, avergonzado, adentro de tu caparazón. Pero es mi obligación, como tortuga, decirte que no hay nada que lamentar. Que, así como ni vos ni yo elegimos ser tortugas, tampoco elegimos el fuego. No era como el de los dragones, no era un fuego artificial: era de verdad. Los dragones juegan con fuego porque saben que se van a quemar los demás. Las tortugas, Damián, jugamos aunque lo más probable sea que terminemos con quemaduras de tercer grado en el corazón.
No digo que sea bueno lo que nos pasó. Digo que es inevitable. Yo también ahora tengo los dientes apretados, el cuerpo tensionado y la cara contra el pasto. Pero valió la pena por ese segundo de fuego. Después todo se fue a la mierda, pero ¿qué importa? El caparazón está ahí, imperturbable a las llamas y a los golpes. Lo otro, esa hermosura que sentimos por un instante, esa osadía de querer influir en la historia, de comernos el mundo, es lo que le da sentido a nuestra existencia. Nuestra existencia de tortuga, de dragón o de simples seres humanos.
Lo único importante es que la próxima vez que sintamos esa llamita volvamos a animarnos. Que tiremos el caparazón a la mierda y salgamos a vivir. Vos te animaste a patear, yo también. Un día, Damián, creéme, la pelota va a entrar. Un día, te lo juro por mi alma, las tortugas y su fuego reinarán.
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4 comentarios:
che loco es muy bueno esto, muy.
saludos
Excelente. Hay tortugas para todos los gustos. Algunas son muy sensibles y escriben que da gusto.
ME ENCANTÓ. ANIMATE A SALIR DE TU CAPARAZÓN,CREO QUE VALE LA PENA. BESO.
TATI
Nunca había comentando en ningún blog, ni tampoco leído este texto, me gustó mucho
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