Nunca tuve problemas con mi barrio. Lomas de Zamora es una localidad como tantas de Buenos Aires, con estación de tren, plaza principal y club de fútbol. El club se llama Los Andes y siempre fue motivo de unión en nuestra casa. Ahí convivíamos hinchas de Racing, Boca y River, pero los sábados a la tarde no había conflictos: éramos todos de Los Andes.
Recuerdo a mi abuelo Víctor escuchando, por Radio Lomense, partidos en los que jugaban Papescu, Herner o Arrebillaga. Señores a los que jamás les vi la cara, pero de los que sabía que eran un flojo delantero, que tenían un mellizo o que eran bajitos y gambeteaban. Hasta retengo en la mente una derrota 5-2 contra Argentino de Quilmes, en la que Víctor y yo terminamos al borde del llanto.
Antes que a la cancha de Racing, mi tío Alberto me llevó a la de Los Andes. En el 94 vimos la final por el ascenso al Nacional B contra Deportivo Armenio: ganamos 1-0 con gol de un uruguayo pelado llamado Gilmar Gilberto Villagrán. También festejé la salvación del descenso en el 95 y los goles del Pirata Czornomaz en el 96.
¿Cómo no iba a ser de Los Andes si la última vez que Víctor fue a una cancha fue a un Los Andes-Banfield, a los 75 años, y ahí estábamos todos? Él, Alberto, Diego, Matías y yo: los cinco varones de la calle Oliden.
En el 2000, por única vez en 49 años, Los Andes ascendió a Primera. Fui a la ida de la final contra Quilmes y días después, aunque hacía frío, caminé hasta la cancha para festejar con más de 30.000 personas, llevarme un poquito de pasto y saludar a los jugadores, que paseaban en el camión de los bomberos. El barrio era una fiesta.
Servían, esas cosas, para desahogar las penas que me generaba Racing. Si aquel fue el peor año en la historia del club (último, en quiebra, al borde de la desaparición) fue también el año en el que más hincha fui. Mucho más que ahora. Amaba a Racing con locura. Le hacía canciones, vivía los partidos durante toda la semana previa, me sabía la formación de la Reserva.
Era tanto el sufrimiento, que en mi colegio todos hinchaban un poco por Racing. No por cariño, sino por lástima. El día después del único triunfo en ocho meses (2-0 contra Almagro), los profesores no usaron el pizarrón por un solo motivo: me dejaron colgar ahí, durante todo el día, una bandera de Racing.
No sólo era hincha de Racing, sino de todo lo relacionado con Racing: de Pepe Sánchez, basquetbolista hincha de Racing; de Gimnasia, porque era amigo de Racing; y del Piojo López, porque había pasado por Racing. Les juro que no miento: nunca fueron tantos amigos a mi casa como cuando el equipo del Piojo, Valencia, jugó la final de la Liga de Campeones de Europa contra Real Madrid. Creo que no querían perderse la posibilidad de verme, por una vez en la vida, festejar un título. Pero claro: Valencia perdió 3 a 0.
Racing, Racing, Racing. Lo nombro tanto a propósito para que entiendan lo presente que estaba en mi vida en aquellos tiempos. Racing, Racing, Racing.
El 6 de agosto de 2000, el destino quiso que Los Andes debutara en Primera en cancha de Racing. Durante los días previos me preguntaron varias veces quién quería que ganara, y yo respondía Racing. Contestaba con tranquilidad, porque sabía que Los Andes sufriría mucho en Primera. No hacía falta humillarlo, sólo sumar tres puntos.
Fue una tarde rara. Diez mil hinchas de Los Andes viajaron con nosotros hasta Avellaneda, pero ellos fueron a una tribuna y yo a la otra. Me conmovió ver la popular visitante colmada y me sentí incómodo cuando los de Racing cantaron:
—¡Los de Lomas son todos putos, los de Lomas son todos putos!
Yo hice un silencio de hondo respeto ante cada canción agresiva. Y mucho más cuando Racing se puso 1-0 con gol del Chanchi Estévez. Grité el gol, pero porque realmente necesitábamos ganar. Era un partido clave.
En el segundo tiempo, cuando nadie lo esperaba, Los Andes empató 1-1. No lo podía creer. El partido se puso caliente. Matías se agarraba la cabeza y yo miraba desconcertado. Los hinchas de Racing gritaron todavía más fuerte:
—¡Los de Lomas son todos putos, los de Lomas son todos putos!
A mí me pareció una exageración. Los Andes no tenía la culpa de los errores de la defensa, y además, después de todo, había un empate. Me di cuenta, en medio de la tribuna, mientras todos parecían fanáticos dementes, que no era para tanto. Que se trataba de un partido de fútbol, y que del otro lado estaba Los Andes, el club del barrio, el de la familia, el de Lomas de Zamora.
Que me perdonen los hinchas de Racing, pero me amigué con la idea del empate. Era histórico para Los Andes, y Racing cortaba tanta mala racha. Por un momento me imaginé caminando por Lomas, durante la semana siguiente, y escuchando a todos decir:
—Qué grande es Racing, qué empate le sacamos, deberíamos ser amigos de su hinchada.
Sabía que Víctor estaba con la oreja pegada a Radio Lomense escuchando orgulloso el empate. Que al otro día conversaríamos sobre eso. Me alegré. Y me sentí bien conmigo mismo.
Si alguna vez tenía que demostrar madurez y falta de egoísmo, era en ese momento. ¿Qué me costaba ponerme contento por un empate, si también dejaba contentos a los diez mil de enfrente y a toda mi familia? ¿Desde cuándo el fútbol se había transformado en un territorio en el que yo dejaba de ser reflexivo, callado y pensante para convertirme en un tarado más que insulta a los rivales? ¿No era hora de dejar de lado tanta estupidez?
Levanté la cabeza de a poco. Respiré profundo. Miré a mi tío. A mi primo. A los hinchas de este lado. A los del otro. Y sentí en el pecho la tranquilidad de saber que el cariño por Los Andes y el amor por Racing podían convivir pacíficamente dentro mío.
Levanté un poco más la cabeza y miré hacia el campo de juego: un tipo llamado Oscar Monje, en la última jugada del partido, metió el 2-1 para Los Andes.
—¡¡¡Hijo de putaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!! ¡¡¡La concha de tu madre, hijo de putaaaaaaaaa!!! —le grité, pero no me escuchó.
Me saqué la zapatilla derecha y la revoleé con la intención de romperle la cabeza, pero ni llegó a pasar el alambrado. Los vi irse, a los diez mil, contentos y cantando. Y yo grité, más seguro que nunca, junto a todos los míos:
—¡Los de Lomas son todos putos, los de Lomas son todos putos!
Cuando ellos, los visitantes, por fin se fueron, me senté en el escalón y lloré durante veinticinco minutos seguidos. Alberto y Mati me esperaron pacientemente. Volvimos destruidos, en tren, a una ciudad que sabíamos enemiga: Lomas de Zamora.
En casa, prendí fuego algunos recuerdos y no hablé con Víctor hasta el domingo siguiente.
Para mí, desde aquel 6 de agosto y para siempre, Los Andes es sólo una cordillera.
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