Por Martín Estévez
Quiero
escribir sobre mi abuela antes de que se muera. Más que nada, por principios: para
que pueda defenderse. Aunque, la verdad, mucho no puede defenderse: tiene 84
años y anda débil, duerme casi todo el día y el cerebro está empezando a
fallarle. Igual, aunque no sé cuándo morirá, prefiero escribir ahora. Y empezar
contando que, a grandes rasgos, mi abuela podría ingresar en el grupo conocido
como “viejas de mierda”.
Puede ser
que escriba enojado por el trato que me dio hoy, por el que nos da a todos,
todos los días. Puede ser. Aunque le cocinan, la cuidan, la quieren, mi abuela
Teofania se queja. Maltrata a sus hijas, les rompe la paciencia, las ignora. Yo
soy un boludo porque hago 35 cuadras en bicicleta bajo llovizna, con 11 grados
de temperatura, con las orejas congeladas para verla. Y ella, con suerte, me
saluda y me pregunta cómo estoy. Se queja de alguna cosa, se da vuelta y sigue
durmiendo. Eso, en un buen día.
En un mal
día me ignora, o me dice que su vida es una porquería, que no tiene nada que
hacer, que tiene calor o tiene frío o le arden los ojos o no escucha bien o le
molesta la luz o le molesta el ruido o le molesta la lluvia o le molesta que la
llamen por teléfono o le molesta que alguien, en el mundo, sea feliz. Me dice
que no la moleste más y sigue durmiendo.
Alguno
pensará que es porque está vieja, pero no: Fanny fue siempre así. Mucha cara de
perro, mucha queja. Cuando llorabas, te retaba porque llorabas. Cuando te
reías, decía su frase más de mierda:
–El que se ríe de día, va a llorar de
noche…
¡Qué ganas
de arruinarte el momento! Me acuerdo, me acuerdo bien una noche en la que Chuna
se quedó a dormir abajo y, con mi hermana, cantábamos canciones groseras, bajito.
Ella entró, nos escuchó a los tres, y me retó. A mí solo. “Sabía que vos ibas
a estar cantando esas porquerías”, dijo. Y se fue.
Me acuerdo,
me acuerdo bien cuando dibujé una bandera para regalársela, la de su país: Unión
Soviética. ¡Más contento fui a dársela! Cuando la vio, en vez de explicarme que
estaba en desacuerdo con el régimen político soviético, la rompió en pedacitos,
en mi cara. Y, con cara de culo, me dijo: “Nunca más dibujes algo así”.
Me acuerdo,
me acuerdo bien cuando me hablaba mal, muy mal de mi papá. A solas, aprovechándose
de lo indefenso que puede estar un chico de 8 años. Llegó a decir que tenía que
“colgarse de una soguita”. Sugirió, enfrente mío, envuelta en su dolor de
madre, que mi papá tenía que suicidarse por las cosas que había hecho.
Me acuerdo,
me acuerdo bien que, cuando yo tenía 19 años, salí de mi casa y volví enseguida,
porque me había olvidado algo. Entré a mi pieza y ahí estaba ella, concentrada,
silenciosa: Fanny leyendo mis cartas, las cartas íntimas que me escribía con mi
novia, las cartas donde ella contaba cosas sólo para mí, y yo sólo para ella. Y
Fanny, infame, sentada ahí, cagándose en mi privacidad,
traicionándome.
Por las dudas, les aviso a
mi tía Elvira y a mi mamá Tatiana (sus hijas) que, si esto les pareció demasiado
fuerte, dejen de leer, porque lo que viene es peor.
Después de pensarlo
mucho, llegué a la conclusión de que mi abuela es así porque no disfrutó del
sexo. No es que disfrutó poco: no disfrutó nada. Nunca se revolcó porque sí, mi
abuela. Sí, estoy diciendo sexo: besarse, manosearse, excitarse. Si hace falta,
introducir un pene en una vagina. Si leer esto los pone incómodos, estamos en
problemas: lo único que vamos a lograr es generar personas reprimidas como mi
abuela.
Yo la
escuché hablar mucho a Fanny. Muchísimo. La escuché decir miles de cosas. Pero
nunca, nunca jamás de su boca, salieron las palabras placer, goce, pasión.
Nunca jamás la escuché decir sexo, pene o vagina. No estaban en su vocabulario.
No se las enseñaron.
A Teofania, a
Fanny, a mi abuela, le enseñaron que su trabajo era cocinar, lavar y coser. Nació en Bielorrusia, hacía frío, había nieve y, a los 11 años, a veces tenía
que cuidar sola a sus hermanas mellizas, que tenían 3.
Repito: a los
11 años tenía que cuidar sola a sus hermanas mellizas, que tenían 3.
Y de pronto
estaba en un barco, lleno de hombres y mujeres y borrachos y camarotes
chiquitos. Semanas en un barco en el que había enfermedades, pestes, fiebre,
personas que morían. Ella era una niña que veía a personas morir enfermas,
sin medicinas, sin cuidados, sin sepulcro.
De pronto no
había nieve y frío, sino calor, y ella estaba en Paraguay, y tenía que trabajar
en la casa de desconocidos cocinando, barriendo y planchando. Era menor de edad
y tal vez limpiaba los restos de mierda del inodoro de una familia de
desconocidos.
Hablo de Fanny. De mi abuela.
Y en
Bielorrusia y en Paraguay y en Argentina escuchó la misma cosa: que ella era
mujer, y que la mujer que gozaba era una prostituta. Que la mujer que se vestía
como quería era una ramera. Que la mujer que cojía por placer era una puta. “Cojer”,
sí. Alguno pensará que es aberrante que yo escriba así; yo digo que es
aberrante que se lo hayan hecho creer a mi abuela.
Fanny tuvo
sexo sólo para cumplir con otra
obligación: tener hijos. Dos veces. Me juego tres dedos de la mano a que jamás
tuvo un orgasmo. Le dediqué tiempo a pensar si mi abuela tuvo o no tuvo
orgasmos. No es zarpado, ni gracioso: es lo que tenemos que hacer en esta
sociedad para dejar de ser machistas.
Fanny rompía las bolas con que su marido
(Víctor) no la llevo nunca al cine. Se lo escuché decir mil veces. La entiendo
ahora: a ella no le molestaba que Víctor fuera o no fuera al cine. A Fanny, lo que
la lastimaba, era que sus decisiones dependieran de un hombre. Desde lo
psicológico, porque se lo habían enseñado: ella tenía que “seguirlo”. Pero
también desde lo material: Fanny no tenía un peso. Cuando ella era joven,
los hombres podían comprarse cigarrillos, ir al cine, pagar una prostituta y
someterla. Las mujeres, como Fanny, no podían comprarse un peine, ni un
chocolate, ni una entrada de cine sin pedirle plata a su marido.
Fanny no
disfrutó de su familia, porque tuvo que trabajar. Fanny no disfrutó de lo
material, porque era pobre. Y Fanny no disfrutó su sexualidad, porque era
mujer. Qué vida de mierda le impusieron los políticos, los empresarios, los
explotadores, el sistema. Qué vida de mierda.
¿Cómo no va
a quejarse? ¿Cómo no va a sufrir? Le enseñaron que su vida dependía de un
hombre, y el hombre se murió hace exactamente seis años. Y entonces ella se
empezó a morir también, tal como se lo enseñaron: sin un hombre al lado, no
servís.
¿Podría ser distinta? Sí. Su hermana
Nina sufrió lo mismo, y también se le murió el marido, y no pudo tener hijos. Pero, aunque es amable y sonríe, es una excepción.
Está mal pedirles a todas las mujeres que sufrieron tanto, que sean como Nina. Sería
como pedirles a todos los niños pobres de Rosario que se conviertan en Messi: una
injusticia absoluta.
Hoy lloró mi
abuela, lloró mucho, como cada vez que la veo. A veces le preguntan por qué
llora. A mí no me hace falta preguntarle: llora por cada infancia en la que fue
mucama, por cada muerte que vio al lado suyo, por tantos deseos sexuales que
tuvo que reprimir. Llora por las
películas que no pudo ver sin su marido, por todas las putas tardes en las que
ni siquiera puede reprocharle a un hombre todas sus lágrimas.
Llora mi
abuela y lloro yo con ella, en silencio, sin que se dé cuenta. Lloro por ella y
por todas las mujeres a las que les complicaron la vida con ideas absurdas,
crueles, violentas. Le perdono todo porque soy hombre, porque soy yo el que
tiene que pedir perdón. Sé que ser mujer hoy es tan difícil y
me duele estar del otro lado, culpable por no arrancar a todos los hombres
injustos que contaminan el mundo.
Sé que ser
mujer hoy es tan difícil, pero no puedo ni imaginarme lo difícil que habrá sido
en 1931, cuando nacía esta viejita hermosa. Cuando esta bisabuela que hoy nos
trata mal no era bisabuela ni nos trataba mal, sino que esperaba del mundo lo
que merecía: justicia, placer, amor.
El
capitalismo le robó la justicia, porque mientras algunos no trabajaban y tenían
mucho, ella trabajó mucho y no tuvo nada. El machismo le robó el placer, porque
una mujer de bien no tenía que disfrutar del sexo. Le robaron la justicia y el
placer. Y es por eso, especialmente por eso, que están ahí Tati, y Elvi, y estamos
todos los que queremos estar, dándole cada vez que podemos lo único que no pudieron robarle: el
amor.
El amor que Fanny me dio cada vez que me cocinaba, cada vez que me llevaba al colegio, cada vez
que me compraba un chocolate antes de un examen. El amor que le vi mostrar por
su marido sólo una vez, justo en el momento del infarto cerebral, cuando lo
agarró de la cara y le dijo, se lo dijo, yo lo escuché: “¡Víctor, mi amor!”.
¡Cuánto,
cuánto inmenso amor vi en los ojos de esa vieja quejosa, cuántos meses pasamos
los dos sentados al lado de Víctor, cuántos dolores compartidos!
A vos,
Fanny, te enseñaron a acompañar a tu marido hasta el final, y no te dijeron
quién te acompañaría a vos. Pero quedate tranquila: ahí están tus hijas,
pacientes, para quererte. Y aunque te quejes siempre, tragues fuerte, me trates
mal, no quieras leer, no quieras conversar, no quieras mirar y tampoco quieras
oír, también, te lo prometo, hasta el final de los finales, voy a estar yo.
2 comentarios:
Por momentos dude si hablabas de tu abuela o de la mia! Jaja increible tu blog y como te expresas!
Descarnado, desgarrador, pero...¡Tan bello homenaje!, ¡tan justa reivindicación, en una mujer, a todas las Teofania...!!! ¡¡¡Felicitaciones Martín!!! ¿Me permitís abrazarte?
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