Por Martín Estévez
A los
seres humanos nos adjudican un montón de pavadas como propias: un número de
documento, título secundario, grupo sanguíneo, antecedentes penales, la tarjeta
SUBE, y hasta nombre y apellido. Pero hay algo mucho más importante que no
figura en ningún registro civil: nuestras esquinas.
Todos
tenemos esquinas propias, que nadie nos puede robar, que marcaron nuestras
vidas más que las vacunas que nos inyectaron. Mi primera esquina la conseguí en 1996: es la
intersección de Molina Arrotea y 24 de Mayo, en un barrio (parecido a todos los barrios) de
Lomas de Zamora.
Ahí
quedaba la Escuela
29, en la que hice de 1º a 9º grado, pero no me apropié de esa esquina hasta
7º, cuando al salir de clase nos sentábamos con Mauro (el mismo que nombro en “Y él respondía nada”) a ser amigos. Hay personas que se juntan para
conversar sobre programas de televisión, para tomar café, para contarlo en
Facebook, para desahogarse. A mí me gusta juntarme con las personas para ser amigos.
La orden
en mi casa era no volver de noche, así que en verano me sentaba unas
cuantas horas sin problemas. Pero en invierno, como salíamos a las 17:30,
anochecía enseguida y yo terminaba corriendo las diez cuadras que separaban a
la escuela del caserón de Oliden.
En
Molina Arrotea y 24 de Mayo di mi primer beso, me puse de novio, bailé el vals
en Navidad, me junté con amigos hasta los 17 años y esperé a una morocha para
abrazarla hasta los 22.
Mi
segunda esquina tardó en aparecer. Para los que estén interesados en
adquirirla, es la de Darregueyra y Santa Fe, en Palermo. La hice mía entre 2007
y 2009: todas las noches salíamos con Pablo de la revista Fox Sports y
caminábamos hasta ahí. Él, porque por esa esquina pasaba el micro
Chevallier que lo llevaba a Campana, donde cenaba, dormía y hacía el
amor con Marina. Yo, porque ya no tenía morocha que abrazar y,
especialmente, porque me gustaba juntarme con Pablo para ser amigos.
Mientras
esperábamos que llegara el diferencial, hablábamos de nuestros problemas más catastróficos y de las pelotudeces
más atómicas. Y siempre que él se ponía contento, porque asomaba el Chevallier,
yo me ponía triste, porque asomaba un regreso de dos horas en absoluta soledad.
¿Qué
otra esquina me cambió la vida? Ya sé: la de Kurth y Polonia. A dos cuadras, en
un barrio de Llavallol al que los GPS llamarían “zona peligrosa”, vivió una de
mis mejores novias. Yo me tomaba el 562 y tenía que bajarme ahí. Y, si era de
noche, caminar lo más rápido posible para que no me afanaran hasta llegar a su calle de tierra, hasta su puerta,
hasta sus brazos.
Lo mejor
pasaba a las siete de la mañana del día siguiente: nos despertábamos por culpa del
motor del auto de un vecino, tomábamos unos mates y nos íbamos, claro, hasta
Kurth y Polonia, a esperar un colectivo que la acercaría a ella hasta el
trabajo. A esa hora, ya sonaba cumbia en los monoblocks de enfrente. Nunca se lo dije, pero me encantaban esas mañanas de 2010, tan barriales, tan
Llavallol, tan nosotros. Cuando Tamara tomaba el colectivo, yo cruzaba y,
también en Kurth y Polonia, esperaba el 562 que me llevaría de vuelta a casa.
En los
últimos tres años conseguí tres nuevas esquinas que quisiera que figuraran
en el libro azul de mi vida. Y, si no hay un libro azul con todas las verdades
del Universo, al menos nombrarlas en
este blog.
En 2011
me volví fanático de Las Piedras y Luján, callecitas de Lanús. Casi no hacía
otra cosa que tomarme el 74 y espiar la numeración de Luján, porque tenía que
bajarme al 2200 para ir a la casa de Eugenia o Melisa, compañeras de teatro
a las que nunca me pude sacar de encima. De hecho, como tengo mala memoria,
durante años Melisa figuró en mi celular como ‘Meli 2200’ para saber dónde
bajarme.
La casa
de Eugenia era el punto de reunión antes de alguna salida, para merendar
escones, soñar con nuestra compañía de teatro o contar tristezas. Ir
a lo de Melisa sigue siendo una salvajada emocional: casi no hay vez en la que,
al irme de ahí, alguno de los dos no sienta que le cambió la vida para siempre.
Mi
esquina favorita en 2012 fue la de Sirito y Palos Borrachos, donde vive la
gloriosa familia de Leandro, una de las cinco personas que más quiero.
La casa es tan chica y tan grande a la vez: entran ahí una farmacia enorme, un
piano que el adolescente hermano de Leandro toca con maestría, decenas de
plantas, centenas de libros, un garage, un padre que lee esos libros en el
garage, comidas que no probé en ningún otro lugar y un televisor.
El dato
del televisor no es menor: como yo no tengo, cada vez que hay un evento
deportivo que me interesa, la familia de Leandro se agarra la cabeza. Sabe que
a las 8 de la mañana yo tocaré timbre, él preparará té de manzanilla y nos
dispondremos a ver Federer-Del Potro como si estuviéramos en las tribunas de
Wimbledon.
Ya sé
que, mientras leen, todos están pensando en cuáles son las esquinas importantes
de su vida, pero déjenme terminar. La sexta y última que quisiera que filmaran
si alguna vez me hacen un homenaje en televisión es la de Alsina y Fonrouge. Como vivo a dos cuadras de esa esquina, por la
que pasan el tren y un montón de colectivos, este año pasé más tiempo ahí que
durmiendo. De verdad, hice la cuenta.
De
hecho, mientras escribo este texto, estoy esperando un mensaje que diga: “Estoy
yendo para allá”. Eso significa que por milésima vez tengo que ponerme las
ojotas y caminar hasta Alsina y Fonrouge, donde un colectivo o el tren
depositarán a alguna chica linda que no quiere caminar sola, o a algún chico
lindo que no conoce el barrio. Es más: “Te espero en Alsina y Fonrouge” es el único
mensaje predeterminado que tengo en el celular.
Perdonen
que termine este texto de golpe, pero acaba de llegar el mensaje y tengo que
salir corriendo para la esquina. No sea cosa que, por llegar tarde, me pierda
mi primer beso, un abrazo de Pablo o al hermano de Leandro dando un concierto
de piano debajo del semáforo.
3 comentarios:
Yo tengo dos Manuel Castro y Las Heras es una y otra es Frías y Magallanes. Siempre tan genial vos.
Muy original su texto...obvio que todos quedamos pensando en nuestras esquinas. Tengo muchos recuerdos de mi Progreso natal, pueblo de Canelones, Uruguay, pero alli las callecitas no tienen nombres. Acá en Montevideo me quedo con 18 de Julio y Yaguarón, lugar de citas innumerables, Rondeau y Paysandú, donde nos dimos nuestro primer beso con la quien hoy es mi señora, y Guaycurú y Evaristo Ciganda, lugar dónde vivimos. Un abrazo, mi amigo, y felicitaciones
Muy original su texto, obviamente me quedo pensando en mis esquinas. Muchos recuerdos tengo de mi Progreso natal, pueblo de Canelones, Uruguay, pero alli las callecitas no tienen nombre. Ahora estoy en Montevideo hace muchos años y puedo destacar Gral.Palleja y Entre Rios, mi primer laburo, 18 de Julio y Yaguarón, lugar de múltiples citas, Rondeau y Paysandú, donde nos dimos nuestro primer beso con la quien hoy es mi señora, y Guaycurú y Evaristo Ciganda, lugar donde vivimos. Felicitaciones, mi amigo, y espero pronto pueda editar su libro. Un abrazo cordial.
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